AREA DE SANTA CLARA-JESÚS DEL GRAN PODER
Orden Monástica del Cister
El
monasterio de san Clemente fue fundado en 1248 por Fernando III el Santo,
tras
la entrada de sus tropas en la ciudad de Sevilla un 23 de noviembre, y decidió que la orden monástica del Císter femenino ocupara este nuevo
monasterio, debido a que esta orden
era la más ligada a la familia real.
Esta Orden, como comunidad de monjes y ermitaños que vivían en aislamiento y entregados a Dios, habían existido desde prácticamente el origen del cristianismo. Los primeros movimientos monásticos afloraron en el siglo III en tierras de Siria y Egipto, pero su extensión en Occidente no se produjo hasta dos siglos más tarde.
Cada grupo solía disponer de sus normas de funcionamiento. Pero estas normas, con el paso del tiempo, a menudo se olvidaban, generando disputas y llevando las comunidades a la extinción.
Esta situación cambiará con la vida y enseñanzas de
San Benito de Nursia, que supo adaptar las premisas monacales de Oriente a la
mentalidad occidental.
Nacido en Italia en el seno de una familia
noble romana, fue el artífice de una “regla” cuyo lema, "ora et labora" (reza
y trabaja), dio vida y forma a un modelo monacal basado en la pobreza y la
castidad.
La
copia más antigua de la Regla de san Benito, del siglo VIII. Bodleian Library.
Oxford
Las consignas de la regla benedictina se convertirían en la base
de todas las ordenes monásticas posteriores: vivir en comunidad de bienes, respetar la
obediencia de un abad, vivir en pobreza como Jesucristo y entregarse a la
oración y al trabajo manual como vías de acceso a Dios.
Junto a estas reglas benedictinas, en el siglo IX, Carlomagno, rey franco y primer emperador de Occidente, intenta uniformar, bajo un mismo reglamento, a todos los monasterios. Pero, la religiosidad del momento era una amenaza para el mensaje y la pureza benedictinos, pues las donaciones a los monasterios, con las cuales los señores feudales pretendían salvar su alma, trajeron consigo la degeneración de la Iglesia, que, en poco menos de un siglo, sucumbía de nuevo a los excesos.
En pleno siglo X, pocos parecían recordar la regla de san Benito, pues la nobleza administraba las tierras del monasterio y elegía directamente a los abades. La simonía (ver) y el nicolaísmo (ver) eran la práctica habitual y el clero se convierte en una especie de nobleza, mientras los clérigos rurales mendigaban o frecuentaban las tabernas.
Los primeros intentos reformistas llegaron en 909 con la fundación de la abadía de Cluny, por parte de un grupo de monjes benedictinos de la Borgoña francesa, que se someten directamente al poder papal, al margen de las influencias feudales locales, para seguir la tradición benedictina lejos de la sociedad civil.
Una
de las torres que se conservan de la basílica de Cluny
Su influencia se extendió por toda la cristiandad,
se unificó la liturgia de acuerdo con la mentalidad romana, y se impuso el Románico como estilo artístico a través de la construcción
de centros cluniacenses.
Claustro de
la Abadía de Fontenay
Entrado el siglo XII, la orden cluniacense era una potencia en la
Europa occidental, con nuevos adeptos de
origen aristocrático e innumerables donativos, pero, perdiendo su afán de
sencillez y pureza. El padre Odilón, uno de sus abades más
carismáticos, consideró que “la madera se volvió mármol” y la “simplicidad,
boato”.
San Odilone di Clluny. Francesco Andreani. Pinacoteca Comunle. Cesena
Con todo, el espíritu reformista persistió y engendró ese mismo
siglo un nuevo movimiento, surgido de
las propias filas del Cluny, para volver al ascetismo más radical.
De esa convicción nació el Cister, de la mano del francés
Roberto de Champagne y de Bernardo de Claraval como su impulsor fundamental.
Roberto de Champagne era el Superior de una rica abadía
cluniacense, y decidió
apartarse de los vicios de la orden, y con el propósito de restablecer el
espíritu de san Benito, se estableció en un lugar apartado de Molesmes, para
luego mudarse, con 21 monjes más, al bosque de Cîteaux,
del que proviene el nombre de Cister.
Buscar la belleza en la sencillez, vivir con lo
imprescindible y hacerlo conforme a lo que dicta el Evangelio, ese era el ideal
de perfección cristiana que acabaría modelando la orden del Cister, convertida
en el último bastión de renovación monástica en la Edad Media.
El ingreso en el monasterio de un joven noble, Bernardo de Fontaine, dinamizó la comunidad y estimuló la generosidad de los señores feudales, que cedieron al grupo varias propiedades para su explotación.
La búsqueda de soledad, el “fuga
mundi”, prescrito por la regla benedictina, empujó a los cistercienses a
zonas rurales y aisladas, y la austeridad se hizo
patente en todos y cada uno de sus detalles
El hábito, pasó a ser de lana sin tratar, por lo que sus miembros fueron conocidos como “los monjes blancos”.
En la comida, no podían consumir carne y respecto al vino debía ser siempre con moderación, ya que, según dejó escrito san Benito, este es capaz de “hacer claudicar hasta a los sabios”.
Su arquitectura era sobria, sin
esculturas, ni mosaicos, ni vidrieras coloristas u objetos litúrgicos
rimbombantes, las representaciones humanas quedaron rigurosamente prohibidas,
solo se aceptaban determinados motivos vegetales y formas geométricas básicas.
Pero el cambio fundamental respecto al Cluny fue la presencia de conversos, hermanos laicos, lo que suponía la admisión de un sector analfabeto y pobre, sin rango social alguno, que en muchos casos acudía al monasterio como única forma de supervivencia.
Los conversos vivían
bajo los votos monásticos, trabajaban y oraban, pero sus dependencias estaban
claramente separadas de las de los monjes, de origen noble, por lo que unos y
otros vivían en una especie de segregación social.
Conversos segando. Cultivaban
trigo, cebada, avena y centeno.
La jornada diaria de los monjes
blancos se regía por la aplicación rigurosa del "ora et labora" del
patriarca, que hizo de ellos, además de depositarios del saber y la cultura,
excelentes agricultores, con el desarrollo de técnicas agrarias desconocidas hasta
el momento y la repoblación de gran cantidad de tierras yermas.
La explotación de las tierras requería gran dedicación, para la que los monjes contaban con el apoyo de los hermanos conversos, encargados sobre todo de las tierras más alejadas del monasterio.
Ello acabaría dando lugar al nacimiento de las granjas, pequeñas
unidades de explotación agraria que dependían directamente del monasterio, consideradas por algunos
historiadores como “fábricas” o “modelos de empresa capitalista”, dada su capacidad innovadora y de mecanización.
Además de dedicarse a las tareas
agrícolas y ganaderas, algunos monjes (los más instruidos) ejercían de copistas, con gran perfección, pues cada letra era grabada mediante plumas de
ave o fragmentos de caña pulidos y las tintas eran elaboradas en el monasterio.
Pero el "labora" debía
convivir en justo equilibrio con la oración, a la que también dedicaban parte
del día e incluso de la noche. Así, mientras los conversos estaban exentos de
tantas obligaciones y solo practicaban algunos ejercicios sencillos, los monjes
asistían a la iglesia en siete u
ocho ocasiones diarias.
Solo los domingos y festivos suponían un cambio en
la rutina monacal, pues el monje no trabajaba y dedicaba ese
tiempo a la "lectio divina" (lectura de la Biblia y vidas de santos).
Un año después era tal el avance de la abadía que se impulsaba una “filial”, a la que seguirían otras, como la de Clairvaux, o Claraval, de la que el propio Bernardo, con solo 25 años, se convertiría en abad.
Y, en poco más de tres años, la
primigenia Cîteaux ya contaba con las cuatro abadías responsables de propagar
el espíritu cisterciense: La Ferté, Pontigny, la citada Claraval y Morimond.
En 1119 el papa Calixto II aprobó su reglamento, la "Carta Caritatis", obra del abad Esteban Harding, uno de los 21 monjes que acompañaban a Roberto de Champagne en la fundación de Cîteaux.
A modo de estatuto, la carta postulaba que, para evitar el excesivo centralismo
cluniacense, los monasterios debían ser
autónomos, de manera que los abades, elegidos por los monjes
con carácter vitalicio, dirigían sus propios centros. Pero la autonomía no
debía significar descohesión.
De cada una de sus cuatro primeras abadías arrancaron nuevos brotes monásticos, de manera que las ramas del Cister fueron extendiéndose por todo el territorio europeo.
Entre 1120 y 1143, el Cister se desarrollaba en Italia, Alemania, Irlanda,
España, Escandinavia, Polonia y Hungría y esta diversificación hizo necesaria una
organización que velara por la fidelidad a la disciplina y, sobre todo, por el
respeto a los ideales fundacionales.
Por ello, durante los siguientes treinta años se celebraría una reunión anual de abades "Capítulo General" que, bajo la presidencia del de Cîteaux, conglomeraba a los monasterios y concretaba su doctrina.
Los núcleos monásticos contaban además con una “visita canónica”, también anual, que exigía que el abad de los cinco centros fundadores se entrevistara con sus filiales.
En el caso de Cîteaux, que no contaba con casa madre, las visitas las realizaban los cuatro abades de las primeras fundaciones.
A este esquema organizativo aún
cabía sumar otra entidad, la de los "Prioratos",
pequeñas comunidades que no tenían autonomía ni podían erigir nuevas
fundaciones. El Prior no contaba con los
mismos privilegios que el abad, del que solía depender.
Pero, con este gran desarrollo surgió un nuevo enriquecimiento, como pasara con la orden del Cluny, pues su prestigio atraía donaciones, y la disciplina y el
fervor se fueron relajando.
A mediados y finales del siglo
XIII, esta transformación se acentuó y afectó también al arte, que dejó de ser tan sobrio y en algunos monasterios se construyeron panteones reales,
caracterizados por su suntuosidad.
En el siglo XIV, la sociedad había evolucionado y
era menos rural, por lo que resultaba más difícil la aportación de conversos dispuestos a trabajar la tierra, por lo que se reconvirtieron, para garantizar su subsistencia, comerciando con sus productos, especialmente vinícolas y hortícolas, o el dominio señorial.
Desde el punto de vista organizativo, se estableció que los abades dejaran de ser
vitalicios, que
fueran votados cada cuatro años y que no pudieran renovar el cargo. Además, con
el ánimo de mantener el equilibrio, se crearon congregaciones nacionales en
Polonia, Portugal, la Toscana o Castilla que acabaron restando poder a Cîteaux.
En el siglo XIV
se van dejando al margen estos viejos monasterios, en zonas rurales, por los conventos urbanos y las grandes Catedrales. Atrás quedaban los apartados centros cistercienses, cuyo espíritu se fue
diluyendo.
Su esplendor y su dedicación a la teología, la historia o los clásicos los había puesto a la vanguardia de un movimiento desconocido hasta entonces. Refugios de cultura, fueron los encargados de custodiar el saber y brindar a las generaciones futuras un legado incalculable. Y, aún hoy, tanto sus escrituras como su arte y su arquitectura siguen siendo la mejor glosa de la historia y la vida en la Europa medieval.