AREA DE REGINA-ENCARNACIÓN-SAN PEDRO
Colegio-Hospicio "Niños Toribios"
Miguel de
Cervantes, en el siglo XVI, en su novela "Rinconete y Cortadillo" nos
muestra un mundo sórdido donde los niños desamparados sobrevivían en sus calles
gracias a la mendicidad, los pequeños hurtos y la venta de su propio cuerpo.
Adriano número 23, citada en la novela
Rinconete y Cortadillo, se conocía como el lugar del “Malbaratillo”, en referencia a un lugar donde además de
acumularse muchas basuras e inmundicias se hacía comercio, a modo de mercadillo, de baratijas, objetos
y alimentos robados. También se conoció la zona como Monte del Malbaratillo o simplemente el Baratillo, tal como
se sigue denominando.
Posteriormente, Murillo nos representa
la cruda realidad de la infancia de la Sevilla del siglo XVII, pues a pesar de
ser la ciudad más cosmopolita de toda la monarquía
hispánica, el centro del mundo, en ella se mezclaba la riqueza con la pobreza. Para el
pintor sevillano el niño callejero no solo es un mendigo y un ladrón sino un
personaje de gran inteligencia natural, capaz de sobrevivir sin el apoyo de un
adulto.
En la Sevilla del siglo XVIII existían problemas similares al resto de España, pero agravados por el traslado de la Casa de la Contratación a Cádiz, que conllevó la supresión del monopolio del comercio con las Indias en la ciudad. Este hecho produjo una gran crisis econó mica y un
aumento alarmante
de la pobreza. Numerosos niños
mendigos vagaban por las calles sin protección, sin alimentar, a medio vestir y empleando su tiempo en fechorías.
En esta situación, en 1725, llegó a Sevilla Toribio de Velasco, un asturiano que había profesado en la Orden Tercera de san Francisco en la clase de seculares y que se dedicaba a vender libritos de la doctrina cristiana y otros devocionarios por las calles de la ciudad.
Al percatarse de la situación de vagabundeo de tantos niños abandonados, decidió recogerlos en su casa de la calle Peral en la collación del Ómniunm Sanctorum, formado una pequeña comunidad de 18 niños, los más abandonados que encontró en la ciudad, que paseaba por las calles recitando la doctrina cristiana y pidiendo limosnas.
Su idea fue “recoger a los que no tuviesen padre ni madre, ya de esta
ciudad, ya de otras de donde vinieren y hay muchísimos”.
Muy pronto, aquella vivienda se quedó pequeña y tuvo que trasladarse a otra casa mayor en la Alameda de Hércules, pero el nuevo edificio volvió a resultar insuficiente por lo que Toribio solicitó ayuda al Arzobispo de Sevilla y el Asistente de la Ciudad, el Conde de Ripalda, le cedió el edificio llamado “de la Inquisición vieja” en la collación de san Marcos (actual calle de Bustos Tavera) y comenzó a donarle una pequeña cantidad con la que empezó a gravar cada res sacrificada en el Matadero, con la condición de acoger a algunos delincuentes habituales cuyo destino sería la cárcel.
De esta
manera en cuatro años llegó a tener acogido a más de 200 jóvenes a los que se
conoció como “Los Niños Toribios” y la delincuencia disminuyó en Sevilla.
A principios de 1727 la Casa se convirtió oficialmente en Hospicio, con un reglamento propio que redactó el fundador siguiendo una disciplina muy rígida, como de un correccional.
Pero, el ánimo de Toribio no era educar a sus acogidos para el estado eclesiástico, aunque sus enseñanzas fuesen esencialmente religiosas, sino que pretendía que pudieran dedicarse a diversos oficios que les permitiera pasar la vida honestamente.
Por ello, inició diversas ocupaciones y talleres gracias a la ayuda desinteresada de modestos eclesiásticos y maestros de oficio.
Se crearon talleres de zapatería, sastres, polaineros, cortadores y
tejedores de paño, que pronto ofrecieron grandes beneficios a la comunidad, ya
que aunque eran muy solicitados, Toribio no permitía la salida de la Casa hasta
que no hubieran aprendido completamente un oficio, estuviera instruidos
totalmente y una edad adecuada.
Cuando la Institución comenzó a tener gran éxito, en agosto de 1730 murió Toribio de Velasco, siendo sepultado en el convento de san Pablo, al pie de la tumba de fray Pedro de Ulloa.
En su testamento, dejó por albaceas al arzobispo Luis de
Salcedo, al Asistente Conde de Ripalda, al vicario general Antonio Fernández
Rojo, a los priores de san Pablo, Regina y Cartuja y nombró como sucesor en la dirección de los
Niños Toribios a Antonio Manuel Rodríguez, de oficio carpintero, que le había ayudado enormemente en su
trabajo, cuyo nombramiento fue confirmado por el Arzobispo, previo informe de
sus cualidades y de las disposiciones en que estaba la comunidad para aceptarlo
como director.
El nuevo director
mantuvo la filosofía del fundador y dio gran impulso a todas sus actividades,
aumentó otro telar de bayetas, talleres, herrerías, cerrajerías, cuchillerías,
latonerías, salas para dibujar, pintar y burilar, dotándolas de maestros que
enseñaron estas artes consiguiendo, incluso, que algunos jóvenes se dedicaran
al estudio de la cirugía.
A la muerte del Conde de Ripalda, compró una casa de mayor tamaño en la Calzada de la Cruz del Campo, junto al Monasterio de san Benito, donde se trasladaron en 1733.
Años después pasó al Hospicio de Indias, en san Hermenegildo, pero en 1802 fueron desalojados para situar un cuartel de Artillería.
En 1785 las autoridades municipales compraron una casa a los herederos de D. Pedro de Pumarejo donde se instalaron junto a los primitivos “Niños de la Doctrina” dándole a la Casa el nombre de “Real Colegio de los Niños Toribios”.
En 1837 fue incorporado al hospicio que de San Nicolás fue llevado al ex convento de san Jerónimo y finalmente al fusionarse con la beneficencia oficial, la obra de Toribio de Velasco se extinguió en 1823, por medio de un oficio del ultimo administrador D. José María Rodríguez, después de haber ofrecido educación, cobijo y oficio a bastantes delincuentes que habrían terminado en la horca o en la cárcel.