jueves, 2 de octubre de 2025

 RUTAS POR SEVILLA: Ruta Flamenca

Manuel Centeno. 

Manuel Centeno

La historia del flamenco y la tauromaquia ha corrido muchas veces en paralelo durante los últimos dos siglos. No resulta extraño encontrar sagas familiares en las que se alternan toreros, banderilleros, cantaores, bailaores y guitarristas. En esa tradición se inscriben linajes célebres como el de los Ortega, donde convivieron la gloria taurina de Joselito “El Gallo” y el genio cantaor de Manolo Caracol.

En ese cruce de caminos aparece la figura de Manuel Jiménez Centeno, conocido artísticamente como Manuel Centeno, nacido en el sevillano barrio de la Puerta de la Carne el 11 de octubre de 1885. Era sobrino del torero José Centeno, lo que marcó su primera inclinación hacia el mundo de los ruedos.

Manuel con su tío el matador José Centeno. (ver) (CC BY 3.0)

De joven trabajó como aprendiz de taponero en una de las muchas fábricas de corcho que florecían en la Sevilla de finales del XIX, oficio humilde que abandonó pronto para seguir la tradición familiar. Su debut como banderillero tuvo lugar en Sevilla el 7 de octubre de 1907, con apenas veintidós años, integrado en la cuadrilla de su tío José. Con él viajó a México, donde permaneció una temporada. Llegó incluso a probar fortuna como novillero, aunque sin demasiado éxito: toreó seis novilladas y sufrió dos graves cornadas que precipitaron su retirada en 1910.

Fue entonces cuando se refugió en el cante. Al principio lo hizo sin excesiva fortuna, cantando en reuniones privadas, fiestas y modestos espectáculos. Centeno carecía de esa hondura y pellizco que distingue a los grandes, y era consciente de ello hasta el punto de autodefinirse en su tarjeta de visita con ironía: “Manuel Centeno, cantaor fino sin duende”. Aprendió sobre todo escuchando cilindros de fonógrafo, lo que explica en parte su estilo pulcro, pero algo carente de espontaneidad.

Sin embargo, el destino le tenía reservado un lugar especial en la historia del flamenco. El flamencólogo Hipólito Rossy relata un episodio decisivo: un Domingo de Resurrección de 1919, desde un balcón sevillano, Centeno entonó una saeta por seguiriyas que sobrecogió al público. Aquel momento marcó un antes y un después, pues muchos consideran que allí nació la saeta moderna, desgajada de los tonos más populares y acercada al cante jondo.

A partir de entonces su carrera cambió radicalmente. Desde 1922 se convirtió en el saetero más célebre de Sevilla y su provincia, reclamado cada Semana Santa. En 1923 ya compartía cartel en plazas de toros con figuras como Don Antonio Chacón, Manuel Torre, El Gloria o el joven Manolo Caracol. Su éxito le permitió girar por gran parte de España, integrándose en compañías flamencas de renombre y participando en obras de teatro musical como La copla andaluza, Los Chatos, La mala uva, Fiesta andaluza o Herencia de arte.

La gran oportunidad le llegó en 1926, cuando obtuvo el Trofeo Pavón al imponerse en concurso a rivales de la talla de Manuel Escacena, José Cepero, El Cojo de Málaga, El Niño de las Marianas y el propio Manuel Vallejo, arrebatándole la victoria con una impresionante saeta por martinetes. Desde entonces fue proclamado como “el rey de la saeta”, en pleno auge de la llamada ópera flamenca.

En esos años también grabó sus primeros discos, ampliando su repertorio con cantes de levante y malagueñas, que aprendió con dedicación y rigor, además de los estilos que ya cultivaba. Aunque su fama siempre estuvo más ligada a la saeta, supo dejar huella en estos otros palos.

Su vida artística se prolongó durante décadas, siempre con altibajos pero manteniendo un nombre respetado en el circuito flamenco. El 12 de agosto de 1961, mientras actuaba en el espectáculo “Así canta Andalucía” de Pepe Marchena, en el Cinema Mery de La Unión (Murcia), se sintió indispuesto y fue trasladado a un hospital de Cartagena, donde falleció.

El propio Pepe Marchena costeó los gastos del sepelio, con la intención de trasladar el cuerpo a Sevilla. Pero la segunda esposa de Centeno, Josefa Pacheco, pidió que el dinero se le enviara a ella para sostener a su familia. Marchena accedió, y finalmente Manuel Centeno quedó enterrado en tierras murcianas, lejos de la Sevilla que lo vio nacer y donde tantas saetas le habían dado gloria.

Manuel Centeno dejó una escuela propia en la interpretación de la saeta, pasando a la historia del flamenco como uno de sus más grandes maestros y siendo considerado su fundador.
José Blas Vega y Fernando Quiñones, en Toros y Flamenco, destacan así su personalidad artística: “Centeno, cuyo renombre de cantaor llega hasta nuestros días, ya cantaba desde sus tiempos toreros. Se sentía orgulloso de ambas dedicaciones y contó en su tiempo como uno de los estilistas flamencos más valorados y requeridos, llegando a llamársele emperador de la saeta, aunque dominó otros muchos estilos”.

Su legado lo consagra como creador de una forma propia de cantar la saeta y como uno de los saeteros más reconocidos y admirados de todos los tiempos.

Azulejo situado en el lateral de la puerta de la Iglesia de san Antonio Abad de la calle Silencio “Silencio pueblo cristiano”. Saeta de Manuel Centeno

 RUTAS POR SEVILLA: Santos y Santas  

San Diego de Alcalá.´

San Diego de Alcalá nació a comienzos del siglo XV, hacia el año 1400, en el seno de una familia humilde del pueblo de San Nicolás del Puerto, en plena Sierra Morena, al norte de la actual provincia de Sevilla. Sus padres, de profunda fe cristiana, le pusieron el nombre de Diego, derivado de Santiago, patrón de España.

Desde joven se sintió llamado a la vida de oración y penitencia. Inició su camino espiritual como ermitaño en la capilla de San Nicolás de Bari, en su localidad natal, y más tarde en el eremitorio de Albaida, donde recibió formación espiritual de un sacerdote ermitaño. Allí aprendió el valor de la oración, la meditación y una tierna devoción a Cristo crucificado.

Para mantenerse, se dedicaba a trabajos sencillos, como recoger leña, destinando lo que obtenía a socorrer a los pobres. Su caridad atrajo la generosidad de muchos vecinos, que comenzaron a llevarle limosnas para distribuir entre los necesitados.

Confirmada su vocación religiosa, ingresó en el convento franciscano de la Arruzafa (Córdoba), hoy desaparecido y en su lugar se encuentra el Parador de la Arruzafa, donde profesó como hermano lego en la rama observante de la Orden de los Frailes Menores.

Posteriormente vivió en distintos conventos andaluces, como los de Úbeda, Sevilla y Sanlúcar de Barrameda, en los que ejerció oficios humildes —portero, hortelano o limosnero— y donde se difundieron noticias de milagros atribuidos a su intercesión, como curaciones con el aceite de una lámpara que ardía ante la imagen de Nuestra Señora de la Antigua en la cercana iglesia catedral o la resurrección de un difunto por contacto con una prenda suya.

En 1441 fue enviado como misionero a Fuerteventura (Islas Canarias), al convento de Arrecife. Allí ejerció de portero y, de manera excepcional, sus superiores lo nombraron superior (guardián) de la comunidad, a pesar de ser lego. Junto con fray Juan de Santorcaz se le atribuye el hallazgo de la imagen de la Virgen de la Peña, hoy patrona de la isla.

De regreso a la península en 1449, participó en la peregrinación franciscana a Roma con motivo del Jubileo de 1450 y la canonización de San Bernardino de Siena. Durante una epidemia que asoló la ciudad, colaboró activamente en la enfermería improvisada en el convento de Araceli, cuidando a los enfermos durante varios meses

En 1456 se trasladó al convento de San Francisco de Santa María de los Ángeles, en Alcalá de Henares, donde permaneció los últimos siete años de su vida dedicado a la portería y al huerto, en una vida de humildad, oración y servicio. Falleció el 13 de noviembre de 1463.

Su tumba pronto se convirtió en lugar de peregrinación, y numerosos milagros fueron atribuidos a su intercesión. Fue canonizado por el papa Sixto V el 10 de julio de 1588. Desde entonces, su festividad se celebra el 13 de noviembre. Sus restos se veneran en la Catedral de Alcalá de Henares, conservados en una urna de plata del siglo XVII, donde su cuerpo incorrupto es expuesto cada año en su fiesta.

Milagros

En el proceso de canonización de San Diego de Alcalá, la Sagrada Congregación de Ritos aprobó seis milagros, entre los cuales el más célebre fue la curación del príncipe don Carlos, hijo de Felipe II.

En 1562, mientras estudiaba en Alcalá de Henares, el joven príncipe sufrió una grave caída por las escaleras del Palacio Arzobispal, golpeándose fuertemente la cabeza. Los médicos lo desahuciaron, pero Felipe II mandó trasladar el cuerpo incorrupto de fray Diego hasta las cámaras reales para implorar su intercesión. Poco después, el príncipe cayó en un profundo sueño y despertó recuperado, hecho considerado milagroso y difundido incluso por Lope de Vega en sus escritos.

Otro prodigio muy popular es el conocido como el “Milagro de las rosas”. En una ocasión, al ser reprendido por su guardián por llevar en el hábito pan destinado a los pobres, fray Diego mostró su carga y, ante la sorpresa de todos, los mendrugos de pan se habían transformado en rosas frescas, fuera de tiempo de floración.

También se narra el milagro del horno: durante una visita a Sevilla, un niño que se había dormido dentro de un horno encendido salió ileso gracias a la oración del fraile.

Además, se le atribuyen intercesiones a favor de marineros y viajeros, que aseguraban haber sido librados de naufragios y peligros invocando su nombre.

Ya en el convento de Alcalá de Henares, fray Diego fue recordado por el milagro de la multiplicación de los alimentos, pues nunca faltó comida para los pobres que acudían en busca de ayuda, a pesar de la escasez de recursos del convento.

Un ciego recobra la vista. Se le devolvió la visión a un hombre ciego que acudió a la tumba del santo con fe.

Una niña de ocho años curada. La pequeña, aquejada de una grave enfermedad considerada incurable, sanó de manera instantánea tras encomendarse al santo.

Curación de un tullido. Un hombre impedido, que no podía valerse por sí mismo, recuperó el uso de sus miembros al pedir la intercesión de San Diego.

Un religioso sanado de enfermedad grave. Un fraile franciscano que sufría una dolencia mortal fue restablecido contra todo pronóstico médico.

Resurrección de un niño. Un niño muerto volvió a la vida por la intercesión del santo, hecho atestiguado y aprobado como milagro auténtico.

El propio santo, siempre humilde, atribuía estas maravillas no a sus méritos, sino a la intercesión de la Virgen María.

Representación iconográfica

San Diego de Alcalá suele representarse joven e imberbe, a pesar de haber vivido hasta unos sesenta años.

Sus atributos más característicos son:

Las llaves, recuerdo de su oficio como portero y también como cocinero en el convento.

El escapulario usado como delantal, que aparece lleno de flores, evocando el conocido Milagro de las rosas.

La cruz de madera, que llevaba siempre consigo y a la que se abrazaba con fervor, símbolo de su amor por Cristo crucificado.

En ocasiones también se le muestra acompañado de pobres o enfermos, para subrayar su espíritu de caridad y servicio.

Museo del Prado

El franciscano san Diego de Alcalá (1400-1463) acostumbraba a coger pan de la mesa de su convento para dárselo a los pobres. Sorprendido por el guardián del recinto, que pidió ver lo que llevaba oculto en el hábito, el santo respondió que eran rosas y milagrosamente los panes se convirtieron en flores. Es probable que Zurbarán, recién instalado en Madrid, pintase esta obra, con figuras monumentales de formas bien definidas, para el ático de un retablo dedicado al santo en el convento del mismo nombre de Alcalá de Henares.

La ultima comunión de san Diego de Alcalá. García de Miranda, Juan. 1729 - 1731. Óleo sobre lienzo. 111 x 194 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución. (ver) (CC BY 3.0)

El alma de San Diego de Alcalá asiste al traslado de sus reliquias. García de Miranda, Juan. 1729-1731. Óleo sobre lienzo. 111 x 194 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución. (ver) (CC BY 3.0)

Las pinturas de la capilla costeada por el banquero español Juan Enríquez de Herrera en la iglesia de Santiago de los Españoles reproducen escenas de la vida de san Diego de Alcalá, franciscano andaluz fallecido en 1463 y canonizado por Sixto V.

Curación y acción de gracias del príncipe Carlos. Serie de la vida de san Diego de Alcalá. García de Miranda, Juan. 1729. Óleo sobre lienzo, 111 x 194 cm. Museo del Prado. No expuesto. (ver) (CC BT 3.0)

San Diego resucitando a dos niños. García de Miranda, Juan. 1729-1731. Óleo sobre lienzo, 111 x 194 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución. (ver) (CC BY 3.0)

San Diego de Alcalá en las islas canarias. García de Miranda, Juan. 1728. Óleo sobre lienzo, 111 x 194 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución. (ver) (CC BY 3.0)

Iglesia de san Antonio Abad (Hermandad del Silencio)

Sobre la portada del siglo XVIII, se sitúa una hornacina con una pintura de San Diego de Alcalá, recuerdo del promotor de los franciscanos de san Diego que residieron en este convento. 

Hornacina con San Diego de Alcalá

La entrada al templo está precedida por un pórtico sostenido por columnas de mármol blanco. En la parte superior de la portada hay una pintura de fray Diego de Alcalá.

Pintura de fray Diego de Alcalá

Iglesia del Convento de San Antonio de Padua

En la nave derecha de la Epístola, en el crucero, el retablo neoclásico de la Inmaculada, flanqueada por esculturas de San Diego de Alcalá y San Francisco. 

Retablo de la Inmaculada

San Diego de Alcalá