domingo, 7 de septiembre de 2025

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Orden Hospitalaria de san Antonio Abad o "Antoninos".

La Congregación de los Hermanos Hospitalarios de San Antonio, conocidos comúnmente como “antonianos”, tuvo su origen hacia el año 1095 en el Delfinado, dentro del entonces Reino de Arlés, integrado en el Sacro Imperio Romano Germánico. Su fundador fue Gastón de Valloire, un noble de la región, quien junto con su hijo Girondo estableció la comunidad en gratitud por la curación milagrosa de este último. Girondo había padecido la terrible enfermedad conocida como “Fuego de San Antón”, una forma de ergotismo causada por el consumo de pan elaborado con centeno contaminado con cornezuelo. Según la tradición, sanó gracias a la intercesión y a las reliquias de san Antonio Abad, eremita egipcio venerado como protector contra dicha dolencia.

Desde sus comienzos, el carisma de la naciente comunidad se centró en atender a los enfermos y necesitados, en particular a quienes sufrían de ergotismo, muy extendido en la Europa medieval debido a las malas cosechas y a las deficientes condiciones de alimentación e higiene.

El papa Urbano II confirmó la congregación en 1095, y más tarde, en 1218, el papa Honorio III la sancionó oficialmente como orden religiosa, permitiendo a sus miembros profesar los votos de pobreza, obediencia y castidad. En 1248, la comunidad adoptó la Regla de San Agustín, pasando a constituirse en canónigos regulares, es decir, clérigos que vivían en comunidad bajo una estricta observancia. Finalmente, en 1298, el papa Bonifacio VIII otorgó a los antonianos la plena condición de Orden de Canónigos Regulares de San Agustín.

El hospital de La Motte-Saint-Didier

Los primeros antonianos establecieron un hospital junto a la iglesia de San Antonio de La Mota (actual Saint-Antoine-l’Abbaye, en el departamento francés de Isère). En este lugar se conservaban las reliquias del santo, custodiadas originalmente por monjes benedictinos de un priorato. El hospital recibía peregrinos y enfermos atraídos por el prestigio del santuario y la fama taumatúrgica de san Antonio.

No obstante, las tensiones con los benedictinos derivaron en disputas que terminaron con la intervención papal: los monjes de San Benito fueron trasladados a la abadía de Montmajour, mientras que la custodia de las reliquias y la dirección del hospital quedaron en manos de los antonianos.

En este hospital primitivo, se cuidaba a los peregrinos que visitaban el santuario de la Iglesia de San Antonio y de los enfermos, particularmente de aquellos afligidos por el Fuego de San Antón, ​ que fue una enfermedad muy común en la Edad Media, particularmente entre los pobres, por el consumo de cereales contaminados con cornezuelo de centeno  y la falta de higiene corporal.

Expansión y auge de la Orden

Gracias a su eficacia y prestigio, la congregación se extendió rápidamente por toda Europa. Hacia el siglo XIII los antonianos ya estaban presentes en Castilla y Navarra, donde contaban con dos grandes encomiendas generales que coordinaban las casas y hospitales de toda la península ibérica. En su apogeo, durante los siglos XIV y XV, la Orden llegó a administrar cerca de 370 hospitales y encomiendas, con más de 10.000 religiosos. Además de atender a los enfermos de ergotismo, se ocuparon también de los contagiados por la peste negra, convirtiéndose en una institución de referencia en la asistencia hospitalaria medieval.

Los antonianos gozaron de prestigio en la curia romana y obtuvieron el privilegio de atender a los enfermos de la Casa Pontificia. Asimismo, algunos de sus miembros destacaron como eruditos y prelados.

Recursos y símbolos distintivos

El sustento económico de la Orden procedía en gran medida de la crianza de cerdos, animales que podían deambular libremente por calles y campos gracias a un privilegio concedido a los antonianos. Estos cerdos se distinguían por la esquila o campanilla que llevaban al cuello, lo que los hacía fácilmente reconocibles. La práctica despertó recelos entre otras órdenes religiosas, que intentaron imitar el privilegio, provocando frecuentes disputas legales.

También, el papa los había autorizado a servirse de una campanilla para reunir a los transeúntes en las pla­zas públicas o en las calles, y solicitar limosnas.

Los frailes vestían un hábito negro adornado en el pecho con la cruz tau de color azul, símbolo asociado a san Antonio y figura que evocaba protección contra enfermedades. De esa cruz pendía, en ocasiones, una campanilla (Antoniusglocklein), atributo vinculado a la lucha espiritual contra las tentaciones. El inseparable compañero del santo y de la Orden era el cerdo con esquila, convertido en emblema popular de los antonianos.

San Antonio y sus devociones

La figura de san Antonio Abad fue adoptada como patrono por múltiples oficios y corporaciones. Los cesteros lo veneraban por su relación con los eremitas de la Tebaida que tejían canastos; los sepultureros lo reconocían porque, según la tradición, dio sepultura a san Pablo ermitaño; mientras que porquerizos, carniceros, chacineros y fabricantes de cepillos lo tomaron como protector por el vínculo con los cerdos. En distintas regiones de Europa adquirió otras advocaciones: en Bretaña como patrono de los alfareros, en Saint-Omer de los curtidores y en Reims de los arcabuceros.

Decadencia y supresión

La Reforma protestante y, posteriormente, el descubrimiento de la verdadera causa del ergotismo (la intoxicación por cornezuelo del centeno) redujeron considerablemente la relevancia de la Orden. Al disminuir drásticamente la enfermedad, también decayó su función asistencial y, con ello, sus rentas y número de miembros.

En 1777, el papa Pío VI unió canónicamente la Orden de San Antonio a la Orden de Malta. Diez años más tarde, mediante bula fechada el 24 de agosto de 1787, el mismo pontífice decretó su supresión definitiva. La Revolución francesa (1789) y la posterior secularización en el Sacro Imperio (1803) acabaron con sus últimos monasterios. En España, la disolución se produjo en 1791 a petición de Carlos III, repartiéndose sus bienes entre hospitales, parroquias y ayuntamientos, que debían continuar con la labor asistencial que habían desarrollado los antonianos durante casi siete siglos.

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