AREA DE SAN ROMAN
Orden Jerónima.
En los últimos
siglos de la Edad Media se produjo un profundo movimiento de renovación
religiosa. La relajación de las costumbres del clero, que repercutió en todos
los estratos sociales, junto con la crisis del sistema feudal y de la economía,
generó un clima de descontento que favoreció la búsqueda de reformas. En ese
contexto surgieron dentro de las órdenes mendicantes (especialmente entre
franciscanos y dominicos) las llamadas congregaciones de observancia,
con el propósito de recuperar la fidelidad a los ideales fundacionales.
Paralelamente,
se desarrolló un importante resurgimiento
del eremitismo, entendido no solo como opción espiritual, sino
también como una forma de protesta social ante la corrupción de la Iglesia: la
decadencia moral del clero, la extrema pobreza de muchos conventos, los abusos
de los abades comendatarios y la utilización de los cargos eclesiásticos para
el beneficio de ciertas familias.
Inspirados en
la vida solitaria de San Jerónimo en el desierto de Siria,
a mediados del siglo XIV aparecieron pequeños grupos de ermitaños que buscaban
imitar su estilo de vida. Destacaron entre ellos Pedro Fernández Pecha (ver) y Fernando Yáñez de Figueroa (ver), miembros de
familias vinculadas a la corte de los reyes Alfonso XI (1312-1350) y Pedro I
(1350-1369). Ambos se retiraron a la zona de Nuestra Señora de Villaescusa, en
Orusco de Tajuña (Madrid), donde llevaron durante dos décadas una vida austera
de soledad y oración.
Finalmente,
comprendieron que sería más provechoso organizarse bajo una regla reconocida y
optaron por la vida cenobítica.
En Lupiana (Guadalajara), junto a la ermita de San
Bartolomé, se establecieron con el apoyo de Diego Martínez de la Cámara, tío de
Pedro, quien les proporcionó tierras y asistencia espiritual. La fundación fue
aprobada por el arzobispo de Toledo, Gómez Manrique (1362-1375).
En esta etapa desempeñó un papel decisivo Alfonso Fernández Pecha (ver), hermano de Pedro y antiguo obispo de Jaén. Retirado junto a los ermitaños, viajó a la corte papal de Aviñón y gestionó una entrevista de Pedro Fernández y Pedro Román con el papa Gregorio XI.
El 18 de octubre de 1373, fiesta de San Lucas, el pontífice les otorgó la bula “Salvatoris humani generis”. Con ella se aprobaba su forma de vida bajo la regla de San Agustín, inspirada en el espíritu de San Jerónimo, con facultad de redactar sus propias constituciones. Además, se reconocía como casa matriz la ermita de San Bartolomé de Lupiana y se concedía licencia para fundar hasta cuatro monasterios jerónimos, cuyo superior recibiría el título de prior.
Según
relata más tarde el historiador jerónimo, fray José de
Sigüenza, tras recibir la bula, Pedro Fernández y Pedro Román
viajaron a Florencia para conocer la disciplina del monasterio de Santa María
del Santo Sepulcro. De allí tomaron doce constituciones que marcarían el
desarrollo de la orden y serían progresivamente ampliadas en los capítulos
generales.
La nueva orden
comenzó pronto a extenderse por la península ibérica, respaldada por la
monarquía y por numerosos nobles. Desde el reinado de Juan I de Castilla (1379-1390),
se otorgaron privilegios y mercedes que consolidaron su crecimiento.
Paralelamente,
en Toledo surgió una rama femenina. Mujeres piadosas como doña María García y doña Mayor
Gómez adoptaron vida común de oración y penitencia, orientadas
por Pedro Fernández Pecha, quien en 1374 había fundado el Monasterio de Santa María de la Sisla. Así
nacieron las monjas jerónimas,
bajo la misma regla que los frailes y siguiendo el ejemplo de santa Paula (ver) y santa
Eustoquia, discípulas de San Jerónimo.
La
fundación más decisiva fue la del Monasterio de
Guadalupe, donde Fernando Yáñez de Figueroa se trasladó con
treinta y dos religiosos, respondiendo a la llamada del obispo de Segovia, Juan
Serrano. En pocos años, Guadalupe se convirtió en el centro más influyente y
poderoso de la orden.
Durante los siglos siguientes, los jerónimos llegaron a ser una de las órdenes más prestigiosas de la península ibérica, presentes solo en España y Portugal, y particularmente favorecidos por la monarquía. Su monasterio más emblemático, San Lorenzo de El Escorial, fue elegido por Felipe II como panteón real.
En 1415 la orden contaba ya con 25 casas y alcanzó las 46
en España antes de la revolución liberal del siglo XIX.
En el siglo XIX, como otras órdenes religiosas, los jerónimos sufrieron
duramente las exclaustraciones: primero durante la Guerra de la Independencia
(1808-1813), después en el Trienio Liberal (1820-1823) y, finalmente, con la desamortización de 1836,
que supuso la expropiación de todos sus monasterios y la disolución de la rama
masculina. Las monjas jerónimas, aunque privadas del apoyo de los frailes,
lograron subsistir.
En 1925,
menos de un siglo después, obtuvieron de la Santa Sede el permiso para
restaurar la orden. La madre
Cristina de la Cruz de Arteaga y Falguera (1902-1984), gran
promotora del resurgir de la rama femenina, impulsó la Federación
Jerónima de Santa Paula, a raíz de la “Sponsa
Christi” de Pío XII, y con su especial carisma llevó a la Orden a un nuevo
florecimiento de vocaciones y de fidelidad a la tradición jerónima.
A pesar de las
dificultades derivadas de la Segunda República, la Guerra Civil y tensiones
internas, en 1969 se constituyó el Gobierno General de la Orden,
consolidando su restauración.
Hoy la rama
masculina es muy reducida: en 2020 contaba con apenas seis monjes y un único
monasterio, Santa
María del Parral (Segovia). La rama femenina, en cambio,
mantiene 17 monasterios,
entre ellos el célebre Convento de Santa Paula en Sevilla.
El hábito
jerónimo consiste en una túnica blanca con escapulario y capucha marrones,
semejante al de los carmelitas. Los monjes combinan el trabajo manual e
intelectual con la vida litúrgica y la oración, celebrando de forma solemne la Liturgia de las Horas
y la misa conventual.
Las
jerónimas, por su parte, cultivan una vida de clausura, oración y trabajo.
Además, son reconocidas por la elaboración artesanal de dulces y repostería,
que constituye un rasgo característico de sus monasterios.
Cada
comunidad femenina es autónoma y, aunque todas comparten el mismo carisma,
existen diferencias en la observancia del hábito, la liturgia o las formas de
clausura.