AREA DE TORNEO-GOLES
El Arrabal de los Humeros
El Diccionario de la lengua española define Arrabal
(entre otras acepciones) como un "Barrio fuera del recinto de la población
a que pertenece".
Se entiende por arrabal, por tanto, cualquier barrio
que surge fuera de las murallas de una ciudad, y etimológicamente procede del
vocablo árabe "ar-rabá" que quiere decir "lo de fuera".
No tiene por qué tener un matiz despectivo o de
marginación, pues en ocasiones, el arrabal está ocupada por gente de posición
social acomodada, a veces de un gremio u oficio concreto, siendo, en algunos
casos, sede de algunas notables instituciones.
En el caso concreto de Sevilla, la ciudad llegó a tener importantes arrabales hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX, época en que se demolieron casi en su totalidad sus viejas murallas, y a partir del cual quedaron integrados en el conjunto urbano. Estos arrabales "clásicos" de la capital hispalense se conocieron con los nombres de: Arrabal de la Macarena, Arrabal de San Roque, Arrabal de la Calzada, Arrabal de san Bernardo, Arrabal de la Carretería y el Baratillo, Arrabal de la Cestería y Arrabal de los Humeros.
El arrabal de los Humeros siempre vivió condicionado
por dos limites muy definidos, el rio y la muralla, porque, se situaba a extramuros, cerca de la musulmana
Puerta de Goles (posteriormente Puerta Real), siendo una zona fértil
aprovechada para las huertas, debido a la cercanía del río.
Debe su nombre a los hornos para ahumar las sardinas, que servía de
avituallamiento para las tripulaciones que se embarcaban rumbo a las indias, y
el humo producido por las instalaciones industriales es el que dió nombre a la
zona. Por eso en 1761 Matute y Gaviria lo mencionan como el barrio de los
humeros de las sardinas.
Diego Ortiz de Zúñiga, en
su breve descripción de los arrabales de Sevilla Indica que “en los humeros
tenían los moros sus atarazanas o arsenal, fabrica y guarda de sus barcos”
Sin embargo, las
atarazanas árabes no pudieron estar situadas en los humeros, al menos desde
1171, cuando el puente de barcas fue ordenado construir por el califa almohade Abu Yaqub Yusuf ,
pues dicho puente habría sido un obstáculo insuperable para el paso de los
barcos armados o reparados en ellas. Quizás podría haber existido, en ese lugar
y época, carpinterías de ribera dedicadas a la construcción de barcas y
almadías (balsa de gran tamaño que se emplea especialmente para el transporte
fluvial siguiendo el curso del río), únicas embarcaciones que podrían surcar
esa parte del rio inaccesible a buques de alto bordo o arboladura complicada.
Por ello, el arrabal pudo ser una humilde barriada ribereña y pesquera, con
actividades portuarias de baja escala y otras relacionadas con la pesca a la
orilla del rio.
Puente
de barcas de Triana
Posiblemente, otras de las actividades del arrabal estarían
relacionadas con los “areneros” del Guadalquivir. Triana y Coria del Río
tuvieron el protagonismo principal, pues ambos enclaves reunieron las raíces
básicas de un oficio durísimo y legendario, cuyo origen se pierde en la noche
de los tiempos. Hay constancia del oficio en el siglo XIV, censados en el
arrabal, pero esta actividad tuvo que ser ejercida en tiempos árabes y aun
anteriores como demuestran los sistemas de construcción.
Areneros
de Triana
Para cargar los barcos, los areneros buscaban zonas de poca agua
para poder trabajar sumergidos hasta medio cuerpo. En zonas más profundas se
utilizaba el cazo, que era un palo de unos cuatro metros de largo con un cazo
en la punta con el que se rastreaba el fondo del río cercano a las orillas.
Cada material tenía sus lugares idóneos. La zahorra estaba en los sitios donde
el agua corría más y se llevaba la arena, que se asentaba en zonas de aguas más
reposadas, como los recodos del río. Las frecuentes riadas del Guadalquivir
clasificaban naturalmente los materiales y además recuperaban las pérdidas de
arena y grava en los bajos y recodos.
Se realizaba el trabajo de sirga (maroma que sirve para remolcar
las embarcaciones desde tierra, principalmente en la navegación fluvial), sistema
ancestral de arrastre de los barcos cargados y navegando a contra corriente.
Para descargar los barcos, llevados a puerto a fuerza de vela, de
remo y arrastre por el sistema comentado de sirga, se utilizaban espuertas de
palma transportadas sobre la cabeza, que llenas de arena mojada y con colmo,
pesaban unos cincuenta kilos. Cada arenero llenaba la espuerta poniéndosela
entre las piernas y acarreando la arena con un azadón. Otros areneros más
viejos ayudaban con una pala y a subirlas hasta la cabeza. Los viajes de ida y
vuelta se hacían coincidir con los sentidos de las mareas, para aprovechar las
corrientes, pero no siempre era posible esperar la bajamar para el regreso.
La HISTORIA DEL ARRABAL, comienza en el siglo XIII, con la donación del rey Alfonso X, como
propiedad principal, al judío don
Zulema, a Gonzalo Ruiz de Atienza y al caballero Alfonso García.
Don Zulema era un personaje de gran proyección social, para los suyos, pues era Abulrabia Selomo ibn Sadoc de Toledo, poseedor de muchos títulos en hebreo.
Incluso los musulmanes le daban tratamiento de Visir.
La dignidad con que lo
distinguieron los árabes, nos habla de sus tres facetas públicas: Primero, la
de mandadero del Rey Sabio, por su don de gentes y don de lenguas, atributos
importantes en una España multiétnica y poliglota.
De otra parte, su faceta
almojarife. El “almojarife” era la autoridad para recaudar contribuciones,
prebenda que se obtenía en arriendo a precio alzado. Para acceder a ella era
necesario contar con mano en la corte y caudales propios, también era necesario
buen ojo para el cálculo y disciplina contable, pues la ganancia se producía al
recaudar, durante el ejercicio, más de lo entregado a su comienzo, a las arcas
del rey. En la practica el almojarife era un tesorero de la hacienda real.
Con el tiempo Don Zulema
llegó a alcanzar el puesto más alto y más codiciado del escalafón: el de
almojarife mayor.
Su tercera faceta publica
fue la de defensor de su gente, siendo el líder de la aljama de Sevilla, fundó,
reparó y mejoró sinagogas e instituciones de caridad.
Ya al final de su vida,
en 1273, se le encomendó la administración de las rentas del infante Don
Fernando de la Cerda, de lo que se deduce la alta estima en que lo tenía
Alfonso X.
Gonzalo Ruiz de Atienza, prestó grandes Servicios al Rey. Formó parte del
grupo de compromisarios castellanos que habría de negociar con los aragoneses
la fijación de las lindes de cada reino. Su figura se destacó, con motivo de la
rebelión que encabezó don Nuño González de Lara. Gonzalo actuó como mandadero
del Rey, ante estos nobles, por lo que fue compensado con la Huerta de Goles,
además de otras propiedades.
Alfonso García, era el cuarto hijo del varón García Fernández de
Villamayor, hombre cuya vida trascurrió en el desempeño de los más altos cargos
cortesanos. Fue apadrinado por Alfonso X en su bautizo y alcanzó el puesto de
Adelantado Mayor del reino de Murcia y participó como partidor de la frontera
entre los reinos de Castilla y Portugal.
Tras la muerte de Don
Zulema, la mayor parte de sus propiedades revirtieron a la corona, y el Rey las
donó a la catedral de Sevilla, posiblemente porque al morir quedarían créditos
a favor de la corona.
Sin embargo, en otros
estudios se confirma que “En el año 1274 había muerto Don Zulema y heredaba su
cuantiosa fortuna Don Zag de la Maleha, su hijo, nombrado por el rey "Almojarife
mayor”.
En otra interpretación,
Ballesteros pone en estrecha relación la presunta confiscación de los bienes de
D. Zulema, con el ajusticiamiento de su hijo. Un suceso que tendría lugar seis
años después y sería la primera señal de la represión antisemita que
ensombreció los últimos años del reinado de Alfonso X.
Otra de las
explicaciones, es que a Don Zulema le sorprendió la muerte en una de sus altas
operaciones financieras, dejándolo en descubierto frente a la hacienda real.
Don Zag, como heredero habría tenido que cubrir las pérdidas con una parte, sin
duda importante, del patrimonio del finado.
Lo cierto es que Alfonso
X, dispuso libremente, una vez muerto Don Zulema, de casi todas sus propiedades
conocidas, donándolas a la catedral de Sevilla.
Con el tiempo, a las
afueras de la puerta de Goles fue formándose un muladar. Aunque había
reglamentaciones y sitios acotados extramuros para el vertido de estiércol e
inmundicias, los sevillanos solían incumplir unas y desestimar los otros.
Prefiriendo para ese menester las afueras de las puertas, más cómodas por su
mayor proximidad.
El basurero (situado donde ahora está el patio de San Laureano) creció de tal modo que el aumento de su base obligo a la modificación de los caminos adyacentes para poder sortearlo, y su elevada cota motivó la primera ocupación.
Durante la riada de
1434/1435, un grupo de personas se refugió en su cima, llegando a montar un
campamento improvisado “con tiendas o tenderetes con velas y mantas para
defenderse de las inclemencias”.
A este primer conato de asentamiento sucedió otro, también de corta vida, de carácter industrial.
En
1455 se estableció un molino de trigo que aprovechaba como fuerza motriz el
mayor empuje del viento en la cúspide del montecillo.
Las huertas permanecieron
en manos de la iglesia durante más de dos siglos y medio, hasta 1526, fecha en la que Don Hernando
Colón se hizo con ellas y con el muladar. En febrero compró la huerta a la
iglesia de San Miguel y obtenía el muladar por parte del Consejo, con la
condición de construir allí una casa.
Hernando
Colón
El paisaje era genial, de un lado el
rio con la Cartuja de las Cuevas y de otro y casi a espaldas de la hacienda, la
Puerta de Goles. Estas ventajas, se acrecentaban por la transformación del muladar
en otero, conforme fue ganando altura, sirviendo de defensa a las crecidas del río, que solían anegar la zona, y al mismo
tiempo, permitía que Don Hernando, desde sus ventanas “podía deleitarse con el idílico paisaje
ribereño, pero también ver la llegada de los galeones por el rio y el oro de
sus rentas americanas”.
Casa-Palacio
de Hernando Colón
Estas ventajas
contrastaban con la astrosa pinta del paraje, un estercolero de consistencia
blanda y perfil irregular, cuya nivelación fue costosa y larga, como él mismo
relata en su testamento.
Don Hernando Colon, era hijo natural de Cristóbal
Colon, nació en la ciudad de Córdoba en 1488 y murió en Sevilla en 1539, estando enterrado en el trascoro
de la Catedral de Sevilla.
Como hombre ilustrado (su educación humanística la
recibió en la corte de los Reyes Católicos) hijo del renacimiento, pleno de
curiosidad intelectual, quería llegar a todas las ramas del saber, fue
cosmógrafo, cartógrafo, bibliófilo, biógrafo, escritor, botánico,
coleccionista, jurista, embajador diplomático, etc. Navegó dos veces al Nuevo
Mundo, uno de ellos con tan solo catorce años, acompañando a su padre en el Cuarto
Viaje, así mismo en su sed de conocimientos, viajó por diversos países de
Europa.
Su vida y fortuna las dedicó a reunir la mayor
biblioteca privada de Europa. Su intención era que estuvieran presentes todos
los libros publicados en el mundo cristiano, incluso algunos fuera de él. Esta biblioteca, llegó a tener más de
15.000 ejemplares, desgraciadamente tan solo ha llegado nosotros una reducida
pero importante parte, que se conserva en la Biblioteca Colombina de la Catedral de
Sevilla.
La biblioteca ocupaba la mayor parte de la casa y se
convirtió en lugar de estudios y actividades científicas, instalándose en ella
una Academia de Matemáticas, asignatura básica para la Navegación.
Para edificar su Casa-Palacio siguió los modelos renacentistas italianos, contratando a los mejores escultores genoveses de la época.
Sabemos que era un bello y monumental edificio de dos plantas, con
columnas, portada en arco triunfal y mármoles de Carrara.
De diversos textos se deduce una especialización funcional de la casa en sus dos pisos: El inferior dedicado a los servicios y el superior como pieza noble, disposición decididamente italianizante y desusada en la Sevilla de aquella época. La casa debió ser un bloque compacto sin patio central.
Anexo al edificio levantó huertos y jardines, en los
que cultivó más de 5.000 árboles y plantas exóticas, en su mayoría traídas del
Nuevo Mundo, entre ellos el zapote u ombú, consiguiendo con tantas especies
botánicas, convertir lo que era un basurero en un hermoso vergel.
La huerta estaba dividida en dos partes, sin
duda delimitadas por la misma linde que tres siglos atrás, separó los lotes de
D. Zulema y Alfonso García.
La huerta alta debió ser la más cercana a la casa y al antiguo muladar y se denominó como alta porque los residuos de la explanación del estercolero se vertieron sobre ella y le dieron más altura.
La huerta baja conservó, en cambio, la cota de la ribera.
En la huerta alta en
1526 había una noria que don Hernando se propuso mejorar y luego se
construyeron dos norias más.
A su muerte, como hemos comentado, fue enterrado en el trascoro de la catedral de
Sevilla.
Tumba de Hernando Colón en la Catedral de Sevilla
La casa y huerta fueron heredados por su sobrino Don Luis en un lote que comprendía la biblioteca.
Don Luis era hijo de su hermano Diego Colón, Almirante de Indias, y la herencia tenía como condición que mantuviese la casa y la biblioteca e invirtiese en esta última 100.000 maravedíes anuales.
La herencia fue administrada, ante la minoría de edad de D. Luis, por la madre de éste, Dña. María de Toledo.
Contraviniendo los deseos de
D. Hernando expresados en su testamento, Dña. María cedió la biblioteca al
Monasterio de San Pablo.
Biblioteca
Colombina de la Catedral de Sevilla
El Cabildo catedralicio,
beneficiario en el testamento, en caso de renuncia de D. Luis, comenzó un largo
litigio que finalizó en 1552, cuando los libros y papeles colombinos pasaron a
formar parte del Archivo de la Catedral.
La casa y huerta fueron embargadas y vendidas en pública subasta, para hacer frente a una deuda que el finado había contraído con el banquero Pedro Juan Leadro, siendo adquiridas por Antonio Farfán de los Godos y Pedro Juan Leadro en 1549.
Posteriormente, pasó a manos exclusivas de Antonio Farfán de los Godos (yerno y socio de Leadro), con la oposición de Don Luis que pleiteó, durante años, con el nuevo propietario.
En 1563 terminó el litigio, renunciando Don Luis a los derechos que pudieran pertenecerle, a cambio de una compensación económica de 600 ducados, finalizando con ello la vinculación de los Colón con el lugar.
En el recuento de bienes que figura en la escritura de transacción entre Antonio Farfán y Luis Colon, aparece aneja a la huerta y a la casa, una marmolería sobre la que no se tiene información.
Finalmente, Don Luis murió en Orán condenado al exilio por
bígamo.
La casa sufrió un
importante proceso de fragmentación para alcanzar finalmente una simbiosis de
relación de uso y propiedad entre una familia de olleros (Los Pezaro), una
hermandad (El Santo Entierro) y una orden religiosa (La Merced).
Hacia 1570 Antonio Farfán de los Godos, ya como único propietario de las Casas de Colón, alquiló los jardines y corrales de la propiedad a Tomás Pezaro, genovés, vecino de la collación de San Vicente y ollero de oficio.
Pezaro instaló una ollería de loza genovesa y sus cerámicas (tipo azul sobre azul, imitación de las originales italianas) pasaron pronto a formar parte de la vajilla fina de la mesa sevillana del último cuarto del siglo XVI.
Tomas Pezaro accedió al lugar en torno a 1570, y en 1573 ya figura como tenedor y arrendador de las casas de Colon, pero no debió ocupar el edificio principal, sino solo los corrales.
La familia Pezaro permaneció en el lugar durante casi
un siglo, hasta 1672, pero la ollería pudo persistir hasta 1750, pues
posteriormente, consta el alquiler de la ollería de Pezaro a otro ceramista,
éste dedicado a la producción de cerámica de Talavera, cuya incidencia en la
estratigrafía del solar ha sido prácticamente nula.
En 1587 la Hermandad del Santo Entierro se instaló en el lugar, ocupando parte de las antiguas posesiones de Colón, colocando una cruz delante de la casa, como símbolo de la Cofradía e imagen del Gólgota, lugar donde los cofrades celebraba la ceremonia del Descendimiento.
Con posterioridad, la Hermandad edificó una capilla propia, cuyo germen habría
sido el oratorio de Colón, la capilla de Don Hernando en su palacio y cuyas
trazas han sido localizadas en la crujía sur del patio principal del conjunto
de San Laureano, ocupando parte de la plaza del mismo nombre, cuya construcción
debe fecharse entre 1587 (fecha en la que la Hermandad accede al lugar) y
1597, cuando ya la pequeña iglesia aparece citada en el documento del
Maldonado. Con ello, surge una curiosa cohabitación entre cofrades y olleros.
Paralelamente a estos sucesos se producía la llegada al lugar del tercer ocupante, la orden de la Merced.
En 1594 Francisco Veaumont, fraile mercedario, compró las antiguas casas de Colón a Antonio Farfán para la construcción de un colegio, respetando por un lado el alquiler de por vida de parte de las casas al ceramista Pezaro, que como hemos comentado las tenía subarrendada, y por otro, entablaron conversaciones con la Hermandad del Santo Entierro para la compra de su capilla.
Las negociaciones fueron largas y arduas, ya que la Corona también intentaba adquirir el sitio para el establecimiento de un Hospital, mientras la Hermandad se resistía abandonar el Monte Calvario.
En 1600 se cierra definitivamente el trato con la condición de que la futura iglesia del colegio tendría como titular y representación en su altar mayor, el Monte Calvario y el Santo Entierro de Cristo.
En 1601 la Merced toma posesión del sitio,
inaugurándose el Colegio con la advocación de San Laureano, nombre que ha quedado vigente hasta nuestros
días, pero del conjunto finalmente edificado poco queda en la actualidad
En 1604, se produce la
escisión de la Orden de la Merced entre Calzados y Descalzos, otorgándole San
Laureano a estos últimos, lo que añade mayor incertidumbre a los inicios del
Colegio.
González
de León, en 1844, describió como pudo ser el edificio (que ya llevaba décadas
abandonado): "'Este Colegio ... tenía bastante extensión: constaba de dos
patios claustrados con columnas, de los cuáles aún permanece parte del
principal. Asimismo, tenía buenos dormitorios y clases de estudio. Su iglesia
era pequeña, de una nave con poco adorno".
San
Laureano
El trece de diciembre de 1600, apenas tomada posesión del lugar, los religiosos del Colegio de San Laureano se vieron obligados a administrar el Santo Viatico a los vecinos del barrio de los humeros, como auxilio espiritual, en los casos de urgencia nocturna, a causa de cerrase la puerta Real, liberando a la Hermandad Sacramental de San Vicente de esta obligación. Por esto, podemos deducir, que en esas fechas ya existía el arrabal.
Mientras tanto, la casa de Colon desapareció, más por la voluntad Mercedaria de construir un proyecto arquitectónico global que por los estragos del tiempo, pues es difícil de explicar que una casa con muros de más de un metro de espesor y cimientos que superaban los dos metros de profundidad fuese destruida casi en su totalidad.
Pero, los datos recabados por los arqueólogos, apuntan a un corrimiento de tierras, ya que sólo un desmoronamiento masivo de las basuras poco compactadas del muladar, puede hacer desaparecer, hasta los cimientos, una edificación de esta envergadura.
Como hemos comentado, la casa estaba situada
en la cima del estercolero, los inestables cimientos y las inundaciones del
cercano río, sobre todo la desastrosa riada de 1603, que derribó el muro de
contención que rodeaba la casa, pudieron provocar un corrimiento de tierras
causante de su hundimiento y desaparición.
La riada que asoló la ciudad en 1649 provocó
el estancamiento de las aguas propiciando el contagio de la Peste. En parte de la huerta baja de Colon se establecieron fosas de enterramiento
donde fueron enterrados unos 2.600 cadáveres de apestados.
La reducción de
religiosos de la Merced decretada en 1766 significó la perdida de dos tercios
de sus residentes, y en 1810 fueron desalojados por las tropas del mariscal
Soult, sufriendo tanto la orden de la Merced como la hermandad del Santo
Entierro el expolio de sus enseres y la casi destrucción del edificio.
Los
mercedarios regresaron en 1814, pero un incendio puso fin a sus proyectos y con
la desamortización de 1836 terminó la propiedad de aquellos.
Durante estos años de
abandono (1818-1836) el deteriorado edificio sufrió ocupaciones marginales, fue
presidio correccional, almacén de provisiones del ejército, presidio,
guarnición, cárcel de galeotes.
Mientras, la huerta baja de Colón, que tras la
desamortización pasó en 1845 a la propiedad particular de Concepción Herrera,
fue vendida a la Sociedad Pickman y Cía, en 1856, realizándose la última transacción de la historia de
la huerta.
En
1868 la sociedad de Pickman se disolvió, pasando los terrenos de la huerta a su
hermana Enriqueta, quien tampoco edificó, dejando en abandono la zona alrededor
de veinte años.
En
1855 comenzaron las obras ferroviarias. El rio que había sido la fuente de la riqueza de la ciudad,
sufrió una progresiva obsolescencia como vía de intercambio comercial, de aquí
la esperanza que algunos depositaron en el ferrocarril, como medio para
recuperar la grandeza perdida.
Pero el entorno de los humeros, tan próxima a las instalaciones del nuevo y revolucionario medio de transporte, fue profundamente afectado por estas, quedando el arrabal profundamente cercenado.
La tapia del complejo ferroviario privó a su vez a los
habitantes de los humeros del contacto con el rio.
El viejo arrabal se convirtió en lugar de paso de
trabajadores de la línea férrea y la fabricación de loza de la cartuja, de
manera que los antiguos pescadores fueron sustituidos por toda clase de
braseros y menestrales.
Se estableció, de
alquiler, una carbonería que habría de perdurar hasta los años treinta, una de
los dos que surgieron en los Humeros a la sombra del ferrocarril. De él
aprovechaba la jara que tapizaba los vagones de transporte de ganado para la
elaboración de cisco picón, actividad que con sus humaredas propició una
explicación popular, anacrónica, del topónimo del arrabal.
Henry Harrisse, bibliófilo y americanista, visitó Sevilla en 1871 para preparar su ensayo sobre Hernando Colón. En aquellos días, Henry visitó los restos de las casas y de la huerta que aún quedaban, entre ellos, le llamó poderosamente la atención, un solitario ZAPOTE, último vestigio vivo de lo que fue aquella propiedad, traído de América y plantado por Colón hacía más de tres siglos.
El francés escribió lo siguiente:
" Solo queda de aquella huerta celebrada por tantos escritores del
siglo XVI, hoy 24 de mayo de 1871, un árbol exótico, un zapote hermosísimo.
Que, dentro de algunos meses, mañana quizá, caerá herido por el hacha
destructora. Y la ciudad de Sevilla, indiferente al recuerdo de aquellos
ciudadanos que más honra le dieron, verá desaparecer, sin lijar en ello su
atención, ese postrer vestigio de una época en que las letras y las virtudes
cívicas florecieron y fueron honradas en Andalucía, y verá caer sin sentimiento
de pena aquel testigo de los generosas esfuerzos de un hombre. Pero Mexia debe
ser alabado, y merece que los que en esta ciudad vivimos roguemos a Dios por su
ánima, la cual según rué su vida tan virtuosamente gastada, en letras y en
honestos ejercicios, y su tan cristiana y buena muerte, yo creo cierto que está
en la gloria de Jesuchristo ".
Pronto, los círculos intelectuales locales comenzaron a hacerse eco del contenido de aquellas palabras.
Joaquín Guichot, en 1873, contemplaba la posibilidad
de "adquirir el Zapote de Colon, y algunos pies de terreno para
rodearlo de una verja, y dotar a Sevilla de un monumento, si sencillo en
apariencia, de inestimable valor".
La
opinión de Guichot fue ganando forma y adeptos. De hecho, la nomenclatura y la planimetría
sevillana también se hizo eco de ese pensamiento, de esa corriente que parecía
ir cogiendo cada vez más cuerpo: el plano del Ejército de 1884 reconoce al
árbol como topónimo, mientras que el mapa de A. Padura y M. de la Vega
Campuzano, de 1891, incluso llega a dibujarlo.
La
cercanía del IV Centenario del Descubrimiento de América, amplió las
posibilidades para salvaguardar la vida del zapote: Joaquín Guichot lo incluyó
en una publicación del ayuntamiento dedicada a la memoria de Colón. También, el
concejal Imaz expuso una moción que, de resultar aprobada, habría zanjado
definitivamente el asunto del centenario árbol.
Zapote
Lamentablemente, para tristeza de los amantes de las riquezas históricas de nuestra ciudad, aquellas propuestas no figuraron más allá de la emoción que significaba la efervescencia del IV Centenario.
Pese a que se aprobó una especie de
anteproyecto para la salvación del árbol, las dejadeces administrativas se
unieron al paso del tiempo y con él la posibilidad de avanzar positivamente.
La
nueva heredera de los Pickman, hija de Enriqueta y llamada también con su mismo
nombre, decidió urbanizar y edificar la manzana heredada, donde se incluía el
zapote. Sin embargo, sus movimientos desecharon el árbol y se centraron en las
casas más pegadas a la calle Goles.
En
1896, los nuevos propietarios, Balbontín y Orta establecieron en
la manzana una fundición de hierro, aunque aún no poseían las escasas casas que daban a Torneo ni tampoco
el zapote, en cambio, separaron la zona urbanizable que daba a Goles, de la
zona donde estaba el árbol, creando una vía provisional más o menos paralela a
Goles. Esta fundición persistió hasta finales de los sesenta.
Enrique Balbontín era fundidor con horno propio en la calle Jáuregui y Juan Jose de Orta era cónsul en Sevilla de la Republica argentina.
Cuando Juan Jose de Orta se casa con la hija de Balbontín, ganó, además de un suegro, un socio de aventuras industriales.
Juntos crearon “Balbontín Orta y Compañía, empresa de
construcciones metálicas en la que el primero pondría el conocimiento del
negocio y el segundo el capital.
Zapote
En
1897, Balbontín y Orta realizaron nuevas construcciones en la manzana, destacando
el principal edificio del complejo de la fundición que daba a la calle Goles.
Poco después, en 1902, compraron las casas viejas que daban a Torneo para
demolerlas. El único sector que permanecía libre era el occidental, donde se
encontraba el árbol.
En 1903 Enrique Balbontin decidió acometer las ultimas ampliaciones de la fábrica: un taller de calderería y su propia vivienda. El taller entraba en conflicto abierto con la pervivencia del zapote.
Según relata Alejandro Guichot: Cuando la autoridad
municipal iba a impedir, por medio de su guardia, que fuese tocado el árbol, en
una madrugada fue destruido por operarios de los dueños y arrasado el sitio que
ocupaba.
En 1944 la fábrica de fundición desapareció y su solar se vendió a un promotor privado para construir viviendas de lujo, de modo que el complejo edificio actual fue erigido en el XIX y se conoce como patio de san Laureano. En la década de los 70, diversos locales que conformaban el Patio de San Laureano pasaron a manos de empresarios, como Juan Castrillón Montoto, quien estableció un local al estilo pub juvenil que tuvo poca continuidad, debido a la delincuencia y las drogas que invadieron la zona.
Posteriormente, ya en los 80, nuevos intentos de colocar bares se dejaron el éxito en el camino.
En la actualidad, el Patio de San Laureano es un edificio de viviendas privadas, cerrado, de aspecto hermético.
Colegio San Laureano
Ombú
en el Monasterio de la Cartuja
Su nombre es una voz guaraní que significa
sombra o bulto oscuro. Por su tronco grueso y su gran porte (alcanza una altura
de más de 10 m., con una amplia copa y grandes raíces visibles), contiene
grandes cantidades de agua, lo que le permite sobrevivir en el entorno de
escasas lluvias de la pampa seca.
La parte
dramática es que el árbol estuvo a
punto de morir hace casi 30 años cuando se sometió a una restauración mal
planteada por encargo de la administración andaluza.
El ombú tendría que ser vallado para que nadie entrara, como se hace en Inglaterra o en los parques públicos
de Lisboa, y dejarle un perímetro de copa por fuera para que la gente lo admire
sin tocarlo ni hacerse fotos subida al tronco. Un tacón femenino puede dañar el
tronco porque es muy blando, no es madera leñosa.
Detalles del Ombú
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