Una vez en la sala la describimos
siguiendo la dirección contraría a las agujas del reloj.
Vista general de la sala IV
El
Barroco Inicial: El Naturalismo
El naturalismo inició la ruptura de las
complicadas composiciones anteriores al tomar como referencia la observación
del natural, a partir de las primeras décadas del siglo XVII. Los viejos temas
fueron interpretados de modo más amable, al igual que la escultura, como vemos
en las tallas del Niño Jesus.
Pacheco, cuyo arte quedó estancado para
su tiempo, también va a destacar durante su carrera como teórico, sobretodo,
como maestro. En su taller, de acuerdo con los nuevos preceptos, aprendieron el
oficio dos de los artistas más relevantes del barroco: Diego Velázquez y Alonso
Cano, que ejercieron en Sevilla los inicios de su carrera.
Juan de Roelas, llegó a Sevilla a
comienzos del siglo XVII trabajando para la nobleza y las instituciones
religiosas con gran éxito. Los contornos indefinidos realizados con gruesas
pinceladas y el empleo de un colorido cálido de influencia veneciana se observa
en sus lienzos. Esta técnica novedosa se extendió en la escuela sevillana a
pintores como Herrera el Viejo, Juan de Uceda, perviviendo en Valdés Leal y
Murillo.
Los
Mártires del Japón: Tres esculturas recuperadas.
El 5 de febrero de 1597 un grupo de
veintiséis cristianos murieron sacrificados en la ciudad japonesa de Nagasaki.
Veinte de ellos eran japoneses tanto laicos como religiosos.
La mayoría de los religiosos eran franciscano,
pero no todos. Entre ellos estaban los tres jesuitas, nacidos en Japón y
convertidos al catolicismo, que aquí se presentan: los religiosos Pablo Miki
(Kioto, 1566 o 1562) y Juan Soan de Goto (Goto, 1578), y el hermano lego Diego
Kisai (Hga, Okayama, 1533).
Treinta años más tarde, en 1627, fueron
beatificados por el papa Urbano VIII y, finalmente, declarados santos en 1862.
La devoción a estos beatos japoneses
llegó a esta muy extendida en las iglesias jesuitas en el siglo XVII,
encontrándose representaciones, tanto en escultura como en pintura, en otras
localidades de la provincia como Morón de la Frontera, o en ciudades cercanas,
como Cádiz.
Aunque ninguna de estas obras conserva
sus atributos iconográficos, los mártires de Japón suelen aparecer
representados acompañados de cruces, en recuerdo de su crucifixión, y de las
lanzas con las que se les dio muerte.
Su restauración nos permite exponer las
esculturas de nuevo y recuperar el estado original de las mismas, ejemplo
destacado de imágenes vestideras en el arte sevillano. Su interés se ve
incrementado, además, por estar realizadas por algunos de los más destacados
escultores del barroco hispalense, como Juan de Mesa o Juan Martínez Montañés.
Los mártires del Japón, ejemplos de santidad
La
representación de los santos jesuitas de Japón no fue un caso aislado. La
iglesia Católica, que había impulsado en el siglo XVI las misiones en Asia,
promovió igualmente el reconocimiento como santos de los frailes martirizados
por cuestiones religiosas-con sus correspondientes implicaciones políticas- en
lugares como China, Japón o Filipinas.
A los
jesuitas se unen casos similares de miembros de oras ordenes como franciscanos,
dominicos o agustinos, también reproducidos en pinturas, grabados o esculturas.
El arte,
apoyado muchas veces por la imprenta, se convierte así en instrumento para
difundir el martirio por la fe como ejemplo para los fieles.
Maniquís
articulados en la escultura barroca
La escultura barroca recurre con frecuencia al uso de
imágenes de vestir, que presentan talladas solo sus cabezas, manos y pies, como
sucede, por ejemplo, en muchas figuras procesionales de Cristo y de la Virgen
Dolorosa.
El resto de la escultura, ocultada por el vestido,
solía completarse con un armazón cubierto con telas que, en ocasiones se
sustituye por un cuerpo parcialmente atomizado. Es el caso de estas tres obras
que llevan el hábito de los jesuitas.
Sus brazos articulados en hombros, codos y muñecas
dejan claro que irían recubierto posteriormente con vestidos que, como el caso
de San Pablo Miki, cubren la unión artificial de la cabeza al cuerpo o los
ensambles de las manos a los brazos.
Su exposición si telas sobrepuestas permite apreciar
su sistema constructivo, tan frecuente en el arte barroco y que en la gran mayoría
de ocasiones queda oculto.
Para entender
el viaje de estas figuras hay que volver al siglo XVI. Japón abría sus puertas
tímidamente a los extranjeros. Llegaban comerciantes portugueses, aventureros
españoles y, cómo no, misioneros. Los franciscanos y una orden recién fundada
llamada Compañía de Jesús —los jesuitas— intentaban plantar la cruz en tierras
niponas.
El
cristianismo tuvo un arranque sorprendentemente exitoso: según el
profesor Osami
Takizawa, de la Universidad Católica de Nagasaki, hacia 1600 había
ya 250 iglesias construidas y unas 153.000 conversiones. Incluso algunos
señores feudales se bautizaron.
Pero esa
expansión despertó recelos. El shogunato veía en la nueva religión una amenaza
a la cohesión política y cultural. En 1597, Pablo Miki, Juan
Soan de Goto y Diego Kisai, junto a otros 23 cristianos, fueron
arrestados, torturados y finalmente crucificados en Nagasaki. El mensaje era
claro: cuidado con las importaciones occidentales.
Mientras
tanto, Sevilla
bullía con la Contrarreforma. Artistas llegaban de todas
partes, la ciudad estaba llena de talleres y encargos. En 1599 nacía Velázquez
y, poco después, Murillo. Imagineros como Juan de Mesa o Martínez Montañés
trabajaban sin descanso en un mercado donde lo religioso era negocio, arte y
propaganda al mismo tiempo.
Cuando en 1627 Roma
beatificó a los mártires de Nagasaki, los jesuitas sevillanos
se movieron rápido: necesitaban imágenes que pudieran venerar. No había fotos,
ni vídeos, ni reels; había madera, gubias y talleres. Encargaron a los mejores:
Mesa talló a San Pablo Miki y a San Juan de Goto, y Montañés a San Diego Kisai.
El resultado
fueron tres esculturas que no se parecen a japoneses ni de lejos. Como explica
Jesús San Bernardino, vicedecano de Estudios de Asia Oriental en la Universidad
de Sevilla, en aquel tiempo no había japoneses en la península y los artistas
representaron a los santos con rasgos europeos. La idea de “racializarlos”
llegó mucho más tarde.
En
Sevilla, la devoción a estos santos japoneses prendió con fuerza en el siglo
XVII. Y sus esculturas
se convirtieron en testimonio de una globalización temprana donde la fe viajaba
con galeones.
Durante medio siglo las esculturas
estuvieron fuera de la vista pública. Ahora, tras un proceso de restauración,
el Museo de Bellas Artes las ha reincorporado a su colección permanente. Valme
Muñoz, directora del museo, las define como “muy singulares, un testimonio
excepcional”.
Son santos japoneses representados como
europeos. Figuras
nacidas del martirio en Nagasaki, talladas por los mejores imagineros
sevillanos, veneradas en iglesias de la Contrarreforma y hoy expuestas en un
museo del siglo XXI.
Juan de Mesa y Juan Martínez
Montañés
Aunque las obras no están documentadas, su estilo permite
atribuir dos de ellas, San Pablo Miki y san Juan Soan de Goto, al escultor Juan
de Mesa. El parecido de esta última con otras tallas del artista, como la
Virgen de las Angustias de Córdoba, también realizada en 1627, es muy claro.
Esta similitud alcanza también al maniquí interior tallado de ambos santos
japoneses y de la dolorosa cordobesa, que resultan casi idénticos.
San Diego Kisai, sin embargo, por las evidentes diferencias
de talla, hacen poner en duda la autoría de Juan de Mesa.
Parte de la crítica especializada ha propuesto su atribución
al taller de su maestro, Juan Martínez Montañes. Ambos artistas, de hecho,
contaban con una larga trayectoria de encargos promovidos por la Compañía de
Jesús para Sevilla y América.
San
Juan Soan de Goto. Mesa, Juan de. 1627. Maniquí articulado. Museo de Bellas Artes. Sala IV.
Donación de Rafael González Abreu de 1928
Detalle
del rostro
San Pablo Miki. Juan de Mesa. 1627. Maniquí articulado. Museo
de Bellas Artes. Sala IV. Donación de Rafael González Abreu en 1928
Detalle del rostro
San Diego Kisai. Martínez Montañés, Juan. 1627. Maniquí
articulado. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Donación de Rafael González Abreu
en 1928
Detalle del rostro
Las Ánimas del Purgatorio. Cano, Alonso. 1636. Óleo sobre
madera. 51 x 128 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Procede de la
desamortización de 1840 del convento de Monte Sión de Sevilla
El formato alargado y la composición
horizontal de esta tabla, se adaptan a su ubicación original en el banco de un
retablo. A pesar de las limitaciones de tan constreñida composición, Cano
ofrece un variado repertorio de intensas expresiones y estudios anatómicos en
los que se evidencia su maestría en la utilización del escorzo.
Entre las llamas se vislumbran al fondo
varias cabezas apenas abocetadas y en primer término dos grupos de tres figuras, en actitud
suplicante que representan almas en el purgatorio (ver).
A la derecha, dos cabezas de mujer y el
torso desnudo de un hombre y a la izquierda tres figuras masculinas también
desnudas y dispuestas de frente, de espaldas y de perfil, representan a la
humanidad en las tres edades.
Elementos de la derecha
Elementos de la izquierda
Detalles de la derecha
Detalles de la derecha
Detalles de la izquierda
Detalles de la izquierda
Detalles de la izquierda
Las almas, con rostros suplicantes de
expresión tensa, dirigen sus miradas y bocas entreabiertas hacia lo alto,
implorando el auxilio que las libre de su penosa situación, reflejando el dogma católico de las almas en el
Purgatorio. (Web oficial
del Museo de Bellas Artes).
Santa María Magdalena de Pazzi. Cano, Alonso. 1628. Óleo
sobre lienzo. 116 x 55 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Adquisición de la
Junta de Andalucía en 2021
Santa María
Magdalena de Pazzi (ver) fue una carmelita florentina,
beatificada poco después de su muerte en 1626 y canonizada en 1669.
Tenía visiones místicas, entre ellas una en la que creyó desclavar a
Cristo de la cruz y beber la sangre de sus llagas, motivo por el que aparece
con los atributos de la pasión del Señor: la corona de espinas, los clavos, la
lanza de Longinos, el hisopo, la vara y el flagelo.
La figura se
representa estática, vestida con el hábito carmelita y un amplio manto que cae
con plegados ampulosos y la dota de gran solidez, de una corporeidad
escultórica. El único movimiento es la inclinación de la cabeza hacia su
derecha sin que su semblante trasluzca nada del dramatismo del asunto
representado. El rostro que expresa introspección está realizado con gran
delicadeza al igual que las manos. En ambos elementos nos demuestra Cano su
gran dominio de la anatomía, que plasma de modo delicado y refinado a base de
veladuras.
Detalle
La obra, que
salió a la luz en 1998, formaba parte, probablemente, de una de las calles
laterales de alguno de los retablos que el convento carmelita de San
Alberto de Sevilla encarga al artista. Aunque no exista documentación que lo corrobore,
la similitud de ejecución con otras obras de ese conjunto como la “Aparición de Cristo crucificado a santa Teresa de
Jesús” y la “Aparición de Cristo Salvador a santa Teresa de Jesús”, hoy en el Museo Nacional del Prado, así parece
indicarlo.
La obra tiene
el interés de pertenecer al periodo sevillano de su autor. Aunque nacido en
Granada en 1601 se traslada a Sevilla a los 13 años. Se forma por un breve
periodo de tiempo en el taller de Francisco Pacheco con Diego Velázquez. De ahí
el naturalismo de dibujo preciso y contrastes lumínicos con que aborda sus
creaciones en esta etapa, aunque también tuvo relación con Juan del Castillo,
de quien pudo asimilar la amabilidad expresiva y el sentimiento (Web
oficial del Museo de Bellas Artes).
Retrato
de don Cristóbal Suarez de Ribera. Rodríguez de Silva y Velázquez, Diego. 1620.
Óleo sobre lienzo. 207 x 148 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Depósito de la
Hermandad de San Hermenegildo de Sevilla en 1970
Un joven Velázquez nos presenta a Cristóbal Suárez
de Ribera, presbítero, patrono artístico y fundador de la hermandad de San
Hermenegildo (ver)
cuyo emblema se sitúa en el ángulo superior izquierdo con los atributos del
santo mártir: la corona, el hacha, la palma y la cruz con una corona de
rosas.
Detalle del emblema
con la corona, el hacha, la palma y la cruz con una corona de rosas.
Cristóbal Suárez de Ribera, que sería enterrado a su muerte en la
Capilla Mayor, donde se colocó su cuadro. El retrato fue realizado después de la muerte del
sacerdote para colocarlo sobre su sepulcro en la iglesia de San Hermenegildo de
Sevilla, edificio cuya construcción había impulsado él mismo.
A mediados del siglo XX este retrato formó parte de una exposición de
pintores sevillanos que se desarrolló en el Alcázar. Con motivo de dicha
exposición se restauró el cuadro descubriéndose la firma de Velázquez y la
fecha de 1620. La Hermandad decidió entonces encargar una copia que colocó en
el Templo y el original, propiedad de la hermandad, se depositó en 1970 en la
Sala IV del Museo de Bellas Artes de Sevilla.
Se trata de uno de los primeros retratos del pintor
y destaca por la extraordinaria volumetría del modelo. Resalta su cabeza,
de rostro hierático, y las manos, ambos motivos mas afinados y acabados que los
oscuros ropajes.
Detalle de la cabeza
Detalle de la mano
La
composición la completa la ventana, recurso clásico que en este caso se abre a
uno de los más tempranos paisajes de uno de los pintores que renovó ese género
en la pintura de su tiempo.
Detalle de la
ventana
Se trata de un paisaje esquemático y sombrío de
cedros y cipreses que bien pudiera tratarse de un camposanto ya que, debido a
la naturaleza del encargo, podría aludir a la idea de la muerte y la
resurrección. (Web oficial del Museo de Bellas Artes).
San Francisco de Borja.
Cano, Alonso. 1624. Óleo sobre lienzo. 189 x 123 cm. Museo de Bellas Artes.
Sala IV. Procede de la desamortización de 1840 de la Casa Profesa de la
Compañía de Jesus de Sevilla Capilla
del Noviciado
En esta
pintura Alonso Cano representa a San Francisco de Borja (ver), duque de Gandía, que abandonó la vida
cortesana en 1546 para ingresar en la Compañía de Jesús, de la cual fue
nombrado Padre General en 1565.
El lienzo
debió pintarlo por encargo de los jesuitas con motivo de la beatificación del
santo en 1624. La obra se encuentra firmada y fechada dos años antes de que
superara el examen de maestro, pero ya evidencia cualidades de un pintor
notable. Se trata, por tanto, la primera obra documentada de su etapa
sevillana.
Durante un
tiempo estuvo atribuida a Zurbarán hasta que en 1810 aparece en la relación de
los Salones del Alcázar como obra original de Alonso Cano, pasando a formar
parte de las colecciones del Museo de Bellas Artes de Sevilla después de la
Desamortización. Este equívoco en la autoría manifiesta el grado de semejanza
estilística que hubo entre los pintores sevillanos de su generación.
Especialmente interesante tuvo que ser su relación con Martínez Montañés, amigo
de Pacheco, al que debió conocer en las tertulias artístico-literarias que
reunía el maestro en su propio taller, y del que pudo tomar la serenidad,
elegancia y naturalismo de sus esculturas. Incluso se puede especular que fuera
discípulo suyo, aunque no hay documento que lo acredite.
El santo,
representado de cuerpo entero, a tamaño natural, aparece vistiendo el hábito
jesuita, con el ceñidor a la cintura y el manteo sobre los hombros. Se
encuentra contemplando con expresión mística y concentrada una calavera
coronada, reflexionando profundamente sobre la fugacidad de la vida, en
alusión a la muerte de la reina Isabel de Portugal esposa de Carlos I.
Detalle sin marco
Detalle de la mano
derecha con la calavera
A sus pies,
tres galeros cardenalicios, significando su renuncia a aceptar esta dignidad
por tres veces.
Los galeros cardenalicios son los sombreros rojos de ala ancha, con
borlas, que identificaban a los cardenales en la Iglesia Católica, usados en
ceremonias y como símbolo heráldico, aunque su uso litúrgico fue abolido en
1969 por su ostentación, quedando solo como distintivo en escudos
eclesiásticos, simbolizando su dignidad y los honores terrenales.
Detalle de los
galeros cardenalicios
La figura, de
gran verticalidad y rigidez, elegante, y de porte distinguido, se recorta sobre
un fondo oscuro, del que emerge gracias a un estudiado juego de luces y sombras
que, como también sucede en algunas pinturas de Zurbarán, confiere a la imagen
valores escultóricos que lo aproximan a la obra que del mismo santo realizó
Martínez Montañés, en la misma fecha, para la Casa Profesa de la Compañía
de Jesús de Sevilla.
La efigie de
San Francisco de Borja es históricamente veraz ya que sus rasgos habían quedado
registrados en vida gracias a la minuciosa descripción realizada por el Padre
Pedro de Ribadeneira, que lo conoció en Roma, y que fue publicada
en Madrid en 1592. Fue ésta la fuente más influyente para los artistas a
la hora de configurar la imagen plástica del santo.
Cano nos
muestra en esta obra una tipología de "santo monumentalizado en primer
plano" que tuvo una gran vigencia en la pintura sevillana de este momento
debido a las directrices marcadas por el ideal de la Contrarreforma, llegando a
ser incluso un modo de propaganda de las órdenes religiosas, aunque ésta fue
una experiencia iconográfica aislada y única en su producción pictórica. El
rotundo modelado de la cabeza y la expresividad de sus manos, muestran un
estilo propio basado en un dibujo realista, y de clara influencia tenebrista,
al modo caravaggiesco, con posibles influencias de Ribera.
Detalle de la cabeza
Detalle de la mano
izquierda
La luz que
incide directamente sobre la cabeza y las manos del santo intensifica su
dramatismo expresivo lo que testifica una cierta reminiscencia de las fórmulas
manieristas (Web Oficial Museo de Bellas Artes).
Cabeza
de apóstol. Rodríguez de Silva y Velázquez, Diego. Hacia 1620. Óleo sobre
lienzo. 38 x 39 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Depósito del Museo del
Prado de 2007
Gracias al
depósito del Museo Nacional del Prado podemos contemplar esta obra de la
primera época de Velázquez que se expone junto con el Retrato de Cristóbal Súarez de Ribera, la única obra que se
conservaba, hasta ahora, en el Museo del genial pintor sevillano.
Representa la
cabeza de un apóstol no identificado que probablemente formaba parte de un
apostolado. El fuerte naturalismo lo relaciona, según algunos autores, con las
obras de un Ribera joven.
Detalle sin marco
Con toda
probabilidad el pintor ha tomado un modelo real. De ahí su rostro ajado,
con fuertes surcos de arrugas, barbado y con una penetrante mirada que no deja
indiferente al espectador. Con gran economía de tonos cromáticos el pintor ha
conseguido transmitirnos muy eficazmente sensación de vida. Una pincelada
enérgica y amplia dota a la figura de carácter y vigor pero también de una
mirada afligida que le confiere cierto tono melancólico. Una fuerte
iluminación, que proviene de un foco situado a la izquierda, incide con
intensidad sobre el rostro haciendo destacar la figura del fondo neutro con el
que establece un fuerte contraste y del que le separa una sutil luminosidad que
no llega ser un halo y lo sitúa espacialmente (Web Oficial del Museo de Bellas Artes).
Retrato del Conde Duque de Olivares. Anónimo (Taller de
Diego Velázquez). 1638. Óleo sobre cobre. 9 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV.
Depósito de la Asociación Cultural Gaspar de Guzmán de 2025
Como una
figura de busto se presenta este retrato de Gaspar de Guzmán y Pimentel, el
personaje político más relevante del reinado de Felipe IV. La obra sigue el
modelo de la miniatura conservada en la Galería de las Colecciones Reales de
Madrid, que a su vez deriva del retrato del Hermitage de San Petersburgo, ambos
atribuidos a la mano del propio Velázquez.
Ante un fondo
con un amplio cortinaje, la figura representa la conocida fisonomía del
conde-duque: un hombre en la cincuentena con el característico peinado de la
época, melena con patillas; bigote de puntas elevadas y perilla. Viste la
indumentaria de moda del momento: un sobrio traje negro con golilla almidonada
y la cruz de la orden de Alcántara en el pecho y las mangas.
Detalle sin marco
Podemos
fechar la obra en torno a 1638-1640, años en los que el taller de Velázquez
realizó múltiples retratos suyos para reforzar su papel como válido y enviarlo
a otras cortes europeas, lo que nos resulta fundamental para conocer su
carácter.
Lafuente
Ferrari ve en esta fisonomía al personaje en su decadencia, cuando su mirada se
entristece, la sonrisa se vuelve mueca, su rostro se llena de marcas de grasa y
sus ojos se achican, lejos de otros retratos anteriores de aparato que lo
representan de cuerpo entero a pie o a caballo.
El
conde-duque es un personaje clave en la biografía de Velázquez ya que fue
gracias a la pequeña corte que los amigos de su maestro y suegro, Francisco
Pacheco, formaron alrededor de Olivares como consiguió su recomendación en la
Corte (Web Oficial del Museo de Bellas Artes).
Santa Ana enseñando a leer a la Virgen. Roelas,
Juan de. Hacia 1615. Óleo sobre lienzo. 230 x 170 cm. Museo de Bellas Artes.
Sala IV. Procede del convento de la Merced Calzada de Sevilla, tras la
desamortización de 1840
Se trata de
una obra procedente de la Iglesia del Convento de la Merced Calzada de Sevilla,
donde según Ceán Bermúdez se situaba junto a la puerta lateral de la iglesia
que actualmente es la sala V del museo de Bellas Artes de Sevilla.
En 1810
figura entre las obras pertenecientes a José Bonaparte en el inventario
del Alcázar de Sevilla y en 1840 aparece en el primer inventario del museo
atribuida a Herrera el Mozo, autoría que se mantuvo hasta el catálogo de 1897
en el que ya aparece como obra de Roelas.
Detalle sin marco
Hoy no se
discute la atribución a Roelas de esta obra, que Valdivieso sitúa hacia
1610-1615, basada tanto en los aspectos técnicos y estilísticos como en los
comentarios que realizara su contemporáneo Pacheco en el Arte de la Pintura. El
insigne tratadista tras alabar la destreza de Roelas con el colorido,
realiza una pormenorizada descripción de la pintura de Santa Ana enseñando a
leer a la Virgen, para desanimar después a los pintores en el uso de esta escena
que no condena, pero que considera inadecuada pues ¿llegar exteriormente a
tomar lección de su madre arguye imperfección y denota ignorancia de aquello
que se le da ¿.
Respecto a
las dudas en la atribución hay que tener en cuenta que el mal estado de conservación
y las numerosas intervenciones a las que había sido sometida la pintura,
habían alterado elementos de la composición original e incluso rasgos tan
característicos como la fisonomía de los personajes.
El esquema
compositivo en diagonal presenta la figura sedente de Santa Ana (ver) de edad madura presentando un libro a la Virgen que
se inclina atenta para su lectura.
Detalle de Santa Ana
presentando un libro a la Virgen
María es una
niña ricamente ataviada con túnica rosa bordada en oro y piedras preciosas y
manto azul cuajado de perlas y estrellas. Se adorna también con joyas como
la corona, pendientes, collar y anillo, atributos de una belleza exterior
espejo de la espiritual.
Detalle de la Virgen
ricamente ataviada
A sus pies
sobre una mesita hay una pequeña cesta con dulces y bajo el cajón entreabierto
con encajes y labores, figuran un perro y un gato.
Detalle de la mesita
Detalle del cajón abierto y del gato
Detalle del perro
En la parte
inferior una cesta con ovillos y el cojín de bordar, completan el muestrario de
interés por el pormenor cotidiano y elementos de naturaleza muerta que
proporcionarían tantos logros a pintores sevillanos posteriores como Zurbarán.
Detalle de la cesta
con material de costura
El tema de
Santa Ana se inspira en los Evangelios Apócrifos y aunque su devoción no estuvo
muy extendida, experimentó un resurgimiento en los siglos XVII y XVIII en su
representación de Maestra, tanto por su dimensión intimista como por el modelo
de santificación del aprendizaje buscado por la sociedad ilustrada.
Detalle de los
ángeles en el ángulo superior derecho
En Sevilla
fue utilizado por destacados artistas de la época de Roelas como Martínez
Montañés o Murillo. Angulo señala a Roelas entre los precedentes iconográficos
de la obra de Murillo, que se inspira tanto en la representación de la Santa
como en los detalles anecdóticos del costurero y las telas (Web
Oficial del Museo de Bellas Artes).
Jesús camino del Calvario. Roelas, Juan de. Hacia 1620.
Óleo sobre lienzo. 138 x 131 cm. Museo de Bellas Artes de Sevilla. Sala IV.
Procede de la Desamortización en 1845
Se trata del momento en el que a Jesús le cargan
la tosca y pesada cruz en su hombro derecho, teniendo aun las manos atadas en
la espalda por una gruesa soga desde el cuello, y a punto de iniciar el
recorrido por la Vía Dolorosa (Leer más).
Sagrada Familia. Uceda, Juan de. 1623. Óleo sobre lienzo.
305 x 230 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Procede del Convento de la Merced
Calzada de Sevilla por la Desamortización de 1840
Sagrada Familia (también llamada Las dos
Trinidades o Trinidad en la tierra). El lienzo aparece dividido en un doble
plano, uno superior de gloria y otro inferior terrenal (Leer mas).
Desposorios
místicos de Santa Catalina. Herrera el Viejo, Francisco. 1615. Óleo sobre
lienzo. 243 x 167 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Adquisición de la Junta
de Andalucía en 2005
Obra de juventud de Herrera el Viejo
que resulta de especial interés para documentar la etapa de formación del
pintor. La obra, fechada en 1615, la realiza a la edad de 25 años,
cuando su estilo está todavía en formación, y se deja influenciar muy
claramente por el Manierismo de las últimas décadas del siglo XVI, perpetuado
al inicio del siglo siguiente con la obra de Francisco Pacheco.
Resulta por ello una obra temprana con cierta rigidez, fruto de un
esquema compositivo ordenado y simétrico, antes de que su estilo evolucione hacia
el naturalismo, con mayor soltura de la pincelada y un dibujo menos
acabado.
La obra resulta atractiva por su
potente y vital paleta, su nerviosa pincelada que puede apreciarse en algunos
detalles como los brocados a lo florentino de la vestimenta de santa
Catalina o el abarrotado estallido de gloria. La obra sigue la división en dos
registros, el terrenal y el celestial, habitual en multitud de obras
sevillanas del Barroco y que volveremos a ver en las otras grandes obras de
Herrera en la colección del museo, como : la Apoteosis de san
Hermenegildo y la Visión de san Basilio.
Destaca Santa Catalina arrodillada
presentando a sus pies los objetos de su tortura.
Detalle de santa Catalina
Objetos de su tortura
El Niño entrega a Santa Catalina el anillo
símbolo de su desposorio.
Detalle de la mano del Niño con el anillo
En los laterales destacan los ángeles
músicos y en la parte
superior se observa un gran rompimiento de Gloria.
Detalle de ángel músico
Detalle de ángel músico
Rompimiento de Gloria
La presencia en
esta sala de los tres maniquís de los Mártires del Japón, tras su restauración,
ha provocado que cuadros existentes en una visita anterior hayan desaparecido
de la exposición en esta sala, y son los siguientes.
Niño Jesús vestido. Anónimo (Circulo de Martínez
Montañés). Primera mitad del siglo XVII. Madera tallada y policromada,
revestida de tela encolada y policromada. 46 cm de altura. Museo de Bellas
Artes. Sala IV. Donación de D. Rafael González Abreu en 1928
Retrato
de la esposa de Miguel Jerónimo y su hija. Pacheco, Francisco. 1612. Óleo sobre
tabla. 25,7 x 41,5 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Adquisición del Estado
en 2016. Procede del convento del Santo Ángel Custodio de Sevilla
Retrato
de Miguel Jerónimo y su hijo. Pacheco, Francisco. 1612. Óleo sobre tabla. 25,8
x 41,5 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Adquisición del Estado en 2016.
Procede del convento del Santo Ángel Custodio de Sevilla
Estas dos
tablas pertenecen al retablo de San Alberto de Sicilia del colegio carmelita
del Santo Ángel de la Guarda de Sevilla que fue pagado por el sombrerero
Miguel Jerónimo, que aparece por ello retratado en el banco del
retablo junto a su familia tal y como era habitual.
Pacheco los
retrata según un modelo fijado desde finales del XVI: un fondo neutro sobre el
que se recortan con nítidos perfiles las figuras de matrimonios o los
miembros de una familia por parejas del mismo sexo. Se los representa con ligeras
variantes, bien hasta la cintura o hasta el pecho, por lo general con las
manos unidas para la oración. Este es el modelo elegido para la familia de
Miguel Jerónimo, cuyos miembros dirigen sus miradas y oraciones al
san Alberto penitente que presidía el retablo. Las figuras masculinas
visten la austera moda española y la gola que dejaría de usarse desde
1623; y las femeninas, tocas y velos con primorosos detalles de encaje.
Detalle sin marco
Detalle sin marco
Tras la
desamortización, las pinturas del retablo desmembrado pasó a la colección del
deán Manuel López Cepero. Posteriormente a la colección del conde de
Ybarra, que las vendió en 1956. A comienzos de la década de los 60 fueron
adquiridas por el coleccionista José Fernández López, quien las depositó
en el Museo de Pontevedra en 1963. Levantado el depósito en 1971, los retratos
de los donantes fueron adquiridos por el Ministerio de Educación, Cultura
y Deporte en 2016 y pasaron a formar parte de la colección estable del Museo de
Bellas Artes de Sevilla (Web Oficial del Museo de Bellas Artes).
Niño
Jesús Salvador. Roelas, Juan de. Hacia 1610. Óleo sobre tabla. 70,3 x 47,3 cm.
Museo de Bellas Artes. Sala IV. Adquirido por la Junta de Andalucía en 2004
para su depósito en el Museo de Bellas Artes de Sevilla
El Niño se
cubre con una túnica blanca que alude a su infancia. Sobre ésta se dispone un
manto rojo que premoniza su dramático destino: la Pasión.
La pequeña
cruz con estandarte simboliza su resurrección y el triunfo sobre la muerte,
representada ésta por una calavera sobre la que apoya el pie con suma
delicadeza.
El Niño
aparece sentado sobre una bola del mundo, que alude al triunfo de la fe.
La serpiente
que, en el tercio inferior, está mordiendo una manzana es la manifestación
del triunfo del nuevo hombre sobre el antiguo, sobre el pecado original.
Detalles de la parte
inferior del cuadro: sentado sobre bola del mundo, pie apoyado sobre calavera,
serpiente mordiendo una manzana
Posiblemente
esta tabla perteneció a la puerta del sagrario del retablo de la sacristía de
la capilla de los flamencos del desaparecido Colegio de Santo Tomás de Sevilla.
En este mismo retablo se encontraba el “Martirio de San Andrés” (Web
Oficial del Museo de Bellas Artes) (ver).
Niño Jesús. Ribas, Francisco Dionisio. Hacia 1650. Madera
tallada y policromada. 61,50 x 34,80 x 18,50. Museo de Bellas Artes. Sala IV.
Donación de D. Rafael González Abreu
Sobre
un pedestal de nubes con cabezas de querubines alados en todo su entorno,
se alza la figura de Cristo Niño.
Detalle del pedestal
Es
una escultura de gran barroquismo y extraordinario movimiento patentizado en el
tratamiento de la túnica, decorada con ricos y delicados elementos vegetales
aplicados mediante la técnica del estofado, que bajo el impulso del aire se
entreabre dejando asomar la pierna derecha.
También
el cabello tallado con mechones gruesos se despega de la cabeza como si
estuviera asimismo movido por el viento.
El
rostro expresivo de la figura con labios carnosos y pequeños, mejillas
abombadas y mirada llena de tristeza, así como el desequilibrio de su postura,
y el movimiento de los brazos dan a la figura un cierto aire de elegancia.
Detalle del rostro
El
modelo empleado supone un avance frente a las obras del escultor Juan Martínez
Montañés, referente para esta iconografía en la escuela sevillana, que, aunque
naturalistas resultan más estáticas. Dionisio de
Ribas pertenece a un momento del Barroco algo más avanzado lo que se traduce en
obras que como esta presentan un mayor dinamismo (Web Oficial
del Museo de Bellas Artes).
San Juanito
servido por ángeles. Castillo, Juan del. Hacia 1640. Óleo sobre lienzo. 117 x
95 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Donación de D. José Moreno Larrazábal de
1932
San Juanito aparece en la obra situado en un
desierto que, por la mirada del pintor, se transforma en un paraje casi
edénico, poblado de frondosos árboles. Allí, desde su infancia, recibe el
consuelo de dos pequeños ángeles que le ofrecen, sobre una bandeja, panales de
miel y frutas (Leer mas).