domingo, 14 de diciembre de 2025

ALGUNAS CURIOSIDADES DE SEVILLA

El Sustanciero.

El sustanciero

El clima de la posguerra española alteró de forma profunda la vida doméstica, las relaciones entre vecinos y la organización económica de miles de hogares que sobrevivían con recursos mínimos para asegurar, al menos, una comida caliente. Incluso el lenguaje cotidiano se vio marcado por aquel tiempo, con la aparición de refranes y expresiones hoy casi olvidadas. En ese contexto de carencias surgieron actividades directamente vinculadas a la escasez crónica de alimentos y al acceso limitado a productos básicos.

La lenta reconstrucción económica tras la guerra dio lugar a ocupaciones marginales que proporcionaban un modesto alivio alimentario. Una de ellas fue la del “sustanciero”, cuya labor consistía en alquilar un hueso de jamón o de vaca para introducirlo durante unos minutos en la olla de familias que no podían permitirse comprar carne. El servicio se cobraba por tiempo, normalmente a razón de una peseta cada cuarto de hora, dentro de un mercado informal que evidenciaba tanto la precariedad como la inventiva de la población.

El hueso, atado a una cuerda para facilitar su manejo, se sumergía en el caldo y, una vez cumplido el tiempo acordado, se retiraba, se dejaba secar y regresaba al zurrón para ser reutilizado tantas veces como fuera posible. 

Las fuentes orales sitúan a estos personajes tanto en entornos rurales como urbano sobre todo del norte peninsular —País Vasco, Navarra y Castilla—, aunque existen referencias dispersas en otras provincias. 

La fuerte reducción en el consumo de proteína animal durante la posguerra favoreció la difusión de este oficio.

Su funcionamiento seguía pautas muy simples: pregón, breve negociación y una intervención mínima en la cocina ajena. El anuncio era directo y reconocible: “¡Sustancia! ¿Quién quiere sustancia para el puchero? ¡Traigo un hueso riquísimo!”

El reclamo iba dirigido a quienes cocinaban apenas con agua, verduras y algún tubérculo, buscando dar algo más de cuerpo y sabor al caldo. 

La transacción se hacía sin intermediarios y el tiempo se controlaba con un reloj que el "sustanciero" llevaba siempre consigo. Aunque el hueso estaba prácticamente agotado por el uso continuo, aún aportaba un ligero toque salino y un aroma que muchas familias consideraban suficiente para mejorar sus platos.

No se trataba de un oficio comparable al del "botijero" o el "mielero", que vendían un producto propio. En el caso del "sustanciero", el valor residía exclusivamente en el préstamo temporal del objeto. 

Se ha señalado, además, que una peseta de la posguerra no era una cantidad despreciable, por lo que pagarla por hervir un hueso sin apenas restos podía generar dudas, aunque la necesidad acababa imponiéndose.

El "sustanciero" no fue una invención de la posguerra, aunque sí alcanzó entonces mayor visibilidad. En textos anteriores ya aparecen prácticas similares. 

Francisco de Quevedo, en Historia de la vida del Buscón (1626), aludía a un procedimiento semejante, describiendo cómo un personaje hacía oscilar un hueso en el agua hasta obtener poco más que “sospechas” de sabor, lo que demuestra la antigüedad de esta idea de aprovechamiento extremo.

En el siglo XX, el escritor Julio Camba dedicó un artículo en el diario ABC a describir el funcionamiento de este oficio en plena posguerra. En su relato detallaba el proceso, los diálogos y el ambiente de penuria, explicando cómo el "sustanciero" medía el tiempo con exactitud, exigía el importe justo y continuaba su recorrido por otras casas. El hueso se convertía así en herramienta de trabajo y en símbolo de una economía basada en el máximo aprovechamiento.

Con la mejora progresiva de las condiciones de vida, el "sustanciero" acabó desapareciendo, aunque dejó una huella reconocible en la cultura popular. 

Refranes como “A la olla de enero, ponle buen sustanciero” dan cuenta de su presencia en la memoria gastronómica. 

También se recuerda que en muchos hogares se practicaba una versión doméstica de esta costumbre: conservar el propio hueso de la matanza y reutilizarlo en los caldos hasta que ya no aportara nada más. 

AREA MUSEO

Museo de Bellas Artes.

Sala IV

Se muestran los comienzos del Naturalismo en la pintura sevillana con autores como Francisco Pacheco y sus discípulos Diego Velázquez y Alonso Cano. La obra de Juan de Roelas supone un acercamiento a una expresividad más popular que da cabida al sentimiento, a lo inmediato y lo anecdótico.

Comenzamos por la Antesala con dos retratos de Francisco Pacheco.

Retrato de dama y caballero orantes. Pacheco, Francisco. Posterior a 1623. Óleo sobre tabla. 36 x 60 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Procede de la Desamortización de 1840 del Convento de Santo Ángel de Sevilla

Pacheco representa a un caballero con golilla y una dama con rostrillo de olán muy transparente. Ambos vestidos de negro y de tamaño menor al natural. A falta de expresividad, el autor nos muestra con gran realismo los rasgos de los representados, así como calidades propias de la senectud: arrugas y flacidez de la piel. Es evidente su interés por plasmar la moda femenina de la época a través de los detalles de joyería como el collar y los pendientes de la dama que se dejan ver a través del velo, así como el bordado de su vestido (Web Museo de Bellas Artes).

Detalle sin marco

Un rostrillo de olán es un adorno tradicional, generalmente de encaje fino o tela plisada (olán/volante), que se colocaba alrededor del rostro de las mujeres y hoy se usa para adornar imágenes religiosas, especialmente a la Virgen María y santas, dándoles un aire devoto y antiguo, muy popular en la imaginería religiosa barroca y rococó española.

Retrato de dama y caballero orantes. Pacheco, Francisco. Posterior a 1623. Óleo sobre tabla. 36 x 60 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Procede de la desamortización de 1840 del convento del Santo Ángel de Sevilla

Detalle sin marco

Una vez en la sala la describimos siguiendo la dirección contraría a las agujas del reloj.

Vista general de la sala IV

El Barroco Inicial: El Naturalismo

El naturalismo inició la ruptura de las complicadas composiciones anteriores al tomar como referencia la observación del natural, a partir de las primeras décadas del siglo XVII. Los viejos temas fueron interpretados de modo más amable, al igual que la escultura, como vemos en las tallas del Niño Jesus.

Pacheco, cuyo arte quedó estancado para su tiempo, también va a destacar durante su carrera como teórico, sobretodo, como maestro. En su taller, de acuerdo con los nuevos preceptos, aprendieron el oficio dos de los artistas más relevantes del barroco: Diego Velázquez y Alonso Cano, que ejercieron en Sevilla los inicios de su carrera.

Juan de Roelas, llegó a Sevilla a comienzos del siglo XVII trabajando para la nobleza y las instituciones religiosas con gran éxito. Los contornos indefinidos realizados con gruesas pinceladas y el empleo de un colorido cálido de influencia veneciana se observa en sus lienzos. Esta técnica novedosa se extendió en la escuela sevillana a pintores como Herrera el Viejo, Juan de Uceda, perviviendo en Valdés Leal y Murillo.

Los Mártires del Japón: Tres esculturas recuperadas.

El 5 de febrero de 1597 un grupo de veintiséis cristianos murieron sacrificados en la ciudad japonesa de Nagasaki. Veinte de ellos eran japoneses tanto laicos como religiosos.

La mayoría de los religiosos eran franciscano, pero no todos. Entre ellos estaban los tres jesuitas, nacidos en Japón y convertidos al catolicismo, que aquí se presentan: los religiosos Pablo Miki (Kioto, 1566 o 1562) y Juan Soan de Goto (Goto, 1578), y el hermano lego Diego Kisai (Hga, Okayama, 1533).

Treinta años más tarde, en 1627, fueron beatificados por el papa Urbano VIII y, finalmente, declarados santos en 1862.

La devoción a estos beatos japoneses llegó a esta muy extendida en las iglesias jesuitas en el siglo XVII, encontrándose representaciones, tanto en escultura como en pintura, en otras localidades de la provincia como Morón de la Frontera, o en ciudades cercanas, como Cádiz.

Aunque ninguna de estas obras conserva sus atributos iconográficos, los mártires de Japón suelen aparecer representados acompañados de cruces, en recuerdo de su crucifixión, y de las lanzas con las que se les dio muerte.

Su restauración nos permite exponer las esculturas de nuevo y recuperar el estado original de las mismas, ejemplo destacado de imágenes vestideras en el arte sevillano. Su interés se ve incrementado, además, por estar realizadas por algunos de los más destacados escultores del barroco hispalense, como Juan de Mesa o Juan Martínez Montañés.

Los mártires del Japón, ejemplos de santidad

La representación de los santos jesuitas de Japón no fue un caso aislado. La iglesia Católica, que había impulsado en el siglo XVI las misiones en Asia, promovió igualmente el reconocimiento como santos de los frailes martirizados por cuestiones religiosas-con sus correspondientes implicaciones políticas- en lugares como China, Japón o Filipinas.

A los jesuitas se unen casos similares de miembros de oras ordenes como franciscanos, dominicos o agustinos, también reproducidos en pinturas, grabados o esculturas.

El arte, apoyado muchas veces por la imprenta, se convierte así en instrumento para difundir el martirio por la fe como ejemplo para los fieles.

Maniquís articulados en la escultura barroca

La escultura barroca recurre con frecuencia al uso de imágenes de vestir, que presentan talladas solo sus cabezas, manos y pies, como sucede, por ejemplo, en muchas figuras procesionales de Cristo y de la Virgen Dolorosa.

El resto de la escultura, ocultada por el vestido, solía completarse con un armazón cubierto con telas que, en ocasiones se sustituye por un cuerpo parcialmente atomizado. Es el caso de estas tres obras que llevan el hábito de los jesuitas.

Sus brazos articulados en hombros, codos y muñecas dejan claro que irían recubierto posteriormente con vestidos que, como el caso de San Pablo Miki, cubren la unión artificial de la cabeza al cuerpo o los ensambles de las manos a los brazos.

Su exposición si telas sobrepuestas permite apreciar su sistema constructivo, tan frecuente en el arte barroco y que en la gran mayoría de ocasiones queda oculto.

Para entender el viaje de estas figuras hay que volver al siglo XVI. Japón abría sus puertas tímidamente a los extranjeros. Llegaban comerciantes portugueses, aventureros españoles y, cómo no, misioneros. Los franciscanos y una orden recién fundada llamada Compañía de Jesús —los jesuitas— intentaban plantar la cruz en tierras niponas.

El cristianismo tuvo un arranque sorprendentemente exitoso: según el profesor Osami Takizawa, de la Universidad Católica de Nagasaki, hacia 1600 había ya 250 iglesias construidas y unas 153.000 conversiones. Incluso algunos señores feudales se bautizaron.

Pero esa expansión despertó recelos. El shogunato veía en la nueva religión una amenaza a la cohesión política y cultural. En 1597, Pablo Miki, Juan Soan de Goto y Diego Kisai, junto a otros 23 cristianos, fueron arrestados, torturados y finalmente crucificados en Nagasaki. El mensaje era claro: cuidado con las importaciones occidentales.

Mientras tanto, Sevilla bullía con la Contrarreforma. Artistas llegaban de todas partes, la ciudad estaba llena de talleres y encargos. En 1599 nacía Velázquez y, poco después, Murillo. Imagineros como Juan de Mesa o Martínez Montañés trabajaban sin descanso en un mercado donde lo religioso era negocio, arte y propaganda al mismo tiempo.

Cuando en 1627 Roma beatificó a los mártires de Nagasaki, los jesuitas sevillanos se movieron rápido: necesitaban imágenes que pudieran venerar. No había fotos, ni vídeos, ni reels; había madera, gubias y talleres. Encargaron a los mejores: Mesa talló a San Pablo Miki y a San Juan de Goto, y Montañés a San Diego Kisai.

El resultado fueron tres esculturas que no se parecen a japoneses ni de lejos. Como explica Jesús San Bernardino, vicedecano de Estudios de Asia Oriental en la Universidad de Sevilla, en aquel tiempo no había japoneses en la península y los artistas representaron a los santos con rasgos europeos. La idea de “racializarlos” llegó mucho más tarde.

En Sevilla, la devoción a estos santos japoneses prendió con fuerza en el siglo XVII. Y sus esculturas se convirtieron en testimonio de una globalización temprana donde la fe viajaba con galeones.

Durante medio siglo las esculturas estuvieron fuera de la vista pública. Ahora, tras un proceso de restauración, el Museo de Bellas Artes las ha reincorporado a su colección permanente. Valme Muñoz, directora del museo, las define como “muy singulares, un testimonio excepcional”.

Son santos japoneses representados como europeos. Figuras nacidas del martirio en Nagasaki, talladas por los mejores imagineros sevillanos, veneradas en iglesias de la Contrarreforma y hoy expuestas en un museo del siglo XXI.

Juan de Mesa y Juan Martínez Montañés

Aunque las obras no están documentadas, su estilo permite atribuir dos de ellas, San Pablo Miki y san Juan Soan de Goto, al escultor Juan de Mesa. El parecido de esta última con otras tallas del artista, como la Virgen de las Angustias de Córdoba, también realizada en 1627, es muy claro. Esta similitud alcanza también al maniquí interior tallado de ambos santos japoneses y de la dolorosa cordobesa, que resultan casi idénticos.

San Diego Kisai, sin embargo, por las evidentes diferencias de talla, hacen poner en duda la autoría de Juan de Mesa.

Parte de la crítica especializada ha propuesto su atribución al taller de su maestro, Juan Martínez Montañes. Ambos artistas, de hecho, contaban con una larga trayectoria de encargos promovidos por la Compañía de Jesús para Sevilla y América.

San Juan Soan de Goto. Mesa, Juan de. 1627. Maniquí articulado. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Donación de Rafael González Abreu de 1928

Detalle del rostro

San Pablo Miki. Juan de Mesa. 1627. Maniquí articulado. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Donación de Rafael González Abreu en 1928

Detalle del rostro

San Diego Kisai. Martínez Montañés, Juan. 1627. Maniquí articulado. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Donación de Rafael González Abreu en 1928

Detalle del rostro

Las Ánimas del Purgatorio. Cano, Alonso. 1636. Óleo sobre madera. 51 x 128 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Procede de la desamortización de 1840 del convento de Monte Sión de Sevilla

El formato alargado y la composición horizontal de esta tabla, se adaptan a su ubicación original en el banco de un retablo. A pesar de las limitaciones de tan constreñida composición, Cano ofrece un variado repertorio de intensas expresiones y estudios anatómicos en los que se evidencia su maestría en la utilización del escorzo.

Entre las llamas se vislumbran al fondo varias cabezas apenas abocetadas y en primer término dos grupos de tres figuras, en actitud suplicante que representan almas en el purgatorio (ver).

A la derecha, dos cabezas de mujer y el torso desnudo de un hombre y a la izquierda tres figuras masculinas también desnudas y dispuestas de frente, de espaldas y de perfil, representan a la humanidad en las tres edades. 

Elementos de la derecha

Elementos de la izquierda

Detalles de la derecha

Detalles de la derecha

Detalles de la izquierda

Detalles de la izquierda

Detalles de la izquierda

Las almas, con rostros suplicantes de expresión tensa, dirigen sus miradas y bocas entreabiertas hacia lo alto, implorando el auxilio que las libre de su penosa situación, reflejando el dogma católico de las almas en el Purgatorio.  (Web oficial del Museo de Bellas Artes).

Santa María Magdalena de Pazzi. Cano, Alonso. 1628. Óleo sobre lienzo. 116 x 55 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Adquisición de la Junta de Andalucía en 2021


Santa María Magdalena de Pazzi (ver) fue una carmelita florentina, beatificada poco después de su muerte en 1626 y canonizada en 1669. Tenía visiones místicas, entre ellas una en la que creyó desclavar a Cristo de la cruz y beber la sangre de sus llagas, motivo por el que aparece con los atributos de la pasión del Señor: la corona de espinas, los clavos, la lanza de Longinos, el hisopo, la vara y el flagelo. 

La figura se representa estática, vestida con el hábito carmelita y un amplio manto que cae con plegados ampulosos y la dota de gran solidez, de una corporeidad escultórica. El único movimiento es la inclinación de la cabeza hacia su derecha sin que su semblante trasluzca nada del dramatismo del asunto representado.  El rostro que expresa introspección está realizado con gran delicadeza al igual que las manos. En ambos elementos nos demuestra Cano su gran dominio de la anatomía, que plasma de modo delicado y refinado a base de veladuras.  

Detalle


La obra, que salió a la luz en 1998, formaba parte, probablemente, de una de las calles laterales de alguno de los retablos que el convento carmelita de San Alberto de Sevilla encarga al artista. Aunque no exista documentación que lo corrobore, la similitud de ejecución con otras obras de ese conjunto como la “Aparición de Cristo crucificado a santa Teresa de Jesús y la “Aparición de Cristo Salvador a santa Teresa de Jesús, hoy en el Museo Nacional del Prado, así parece indicarlo.

La obra tiene el interés de pertenecer al periodo sevillano de su autor. Aunque nacido en Granada en 1601 se traslada a Sevilla a los 13 años. Se forma por un breve periodo de tiempo en el taller de Francisco Pacheco con Diego Velázquez. De ahí el naturalismo de dibujo preciso y contrastes lumínicos con que aborda sus creaciones en esta etapa, aunque también tuvo relación con Juan del Castillo, de quien pudo asimilar la amabilidad expresiva y el sentimiento (Web oficial del Museo de Bellas Artes).

Retrato de don Cristóbal Suarez de Ribera. Rodríguez de Silva y Velázquez, Diego. 1620. Óleo sobre lienzo. 207 x 148 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Depósito de la Hermandad de San Hermenegildo de Sevilla en 1970


Un joven Velázquez nos presenta a Cristóbal Suárez de Ribera, presbítero, patrono artístico y fundador de la hermandad de San Hermenegildo (ver) cuyo emblema se sitúa en el ángulo superior izquierdo con los atributos del santo mártir: la corona, el hacha, la palma y la cruz con una corona de rosas. 

Detalle del emblema con la corona, el hacha, la palma y la cruz con una corona de rosas.


Cristóbal Suárez de Ribera, que sería enterrado a su muerte en la Capilla Mayor, donde se colocó su cuadro.  El retrato fue realizado después de la muerte del sacerdote para colocarlo sobre su sepulcro en la iglesia de San Hermenegildo de Sevilla, edificio cuya construcción había impulsado él mismo.

A mediados del siglo XX este retrato formó parte de una exposición de pintores sevillanos que se desarrolló en el Alcázar. Con motivo de dicha exposición se restauró el cuadro descubriéndose la firma de Velázquez y la fecha de 1620. La Hermandad decidió entonces encargar una copia que colocó en el Templo y el original, propiedad de la hermandad, se depositó en 1970 en la Sala IV del Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Se trata de uno de los primeros retratos del pintor y destaca por la extraordinaria volumetría del modelo. Resalta su cabeza, de rostro hierático, y las manos, ambos motivos mas afinados y acabados que los oscuros ropajes. 

Detalle de la cabeza

Detalle de la mano


La composición la completa la ventana, recurso clásico que en este caso se abre a uno de los más tempranos paisajes de uno de los pintores que renovó ese género en la pintura de su tiempo. 

Detalle de la ventana


Se trata de un paisaje esquemático y sombrío de cedros y cipreses que bien pudiera tratarse de un camposanto ya que, debido a la naturaleza del encargo, podría aludir a la idea de la muerte y la resurrección. (Web oficial del Museo de Bellas Artes).

San Francisco de Borja. Cano, Alonso. 1624. Óleo sobre lienzo. 189 x 123 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Procede de la desamortización de 1840 de la Casa Profesa de la Compañía de Jesus de Sevilla Capilla del Noviciado


En esta pintura Alonso Cano representa a San Francisco de Borja (ver), duque de Gandía, que abandonó la vida cortesana en 1546 para ingresar en la Compañía de Jesús, de la cual fue nombrado Padre General en 1565.

El lienzo debió pintarlo por encargo de los jesuitas con motivo de la beatificación del santo en 1624. La obra se encuentra firmada y fechada dos años antes de que superara el examen de maestro, pero ya evidencia cualidades de un pintor notable. Se trata, por tanto, la primera obra documentada de su etapa sevillana.

Durante un tiempo estuvo atribuida a Zurbarán hasta que en 1810 aparece en la relación de los Salones del Alcázar como obra original de Alonso Cano, pasando a formar parte de las colecciones del Museo de Bellas Artes de Sevilla después de la Desamortización. Este equívoco en la autoría manifiesta el grado de semejanza estilística que hubo entre los pintores sevillanos de su generación. Especialmente interesante tuvo que ser su relación con Martínez Montañés, amigo de Pacheco, al que debió conocer en las tertulias artístico-literarias que reunía el maestro en su propio taller, y del que pudo tomar la serenidad, elegancia y naturalismo de sus esculturas. Incluso se puede especular que fuera discípulo suyo, aunque no hay documento que lo acredite.  

El santo, representado de cuerpo entero, a tamaño natural, aparece vistiendo el hábito jesuita, con el ceñidor a la cintura y el manteo sobre los hombros. Se encuentra contemplando con expresión mística y concentrada una calavera coronada, reflexionando profundamente sobre la fugacidad de la vida, en alusión a la muerte de la reina Isabel de Portugal esposa de Carlos I. 

Detalle sin marco

Detalle de la mano derecha con la calavera


A sus pies, tres galeros cardenalicios, significando su renuncia a aceptar esta dignidad por tres veces. 

Los galeros cardenalicios son los sombreros rojos de ala ancha, con borlas, que identificaban a los cardenales en la Iglesia Católica, usados en ceremonias y como símbolo heráldico, aunque su uso litúrgico fue abolido en 1969 por su ostentación, quedando solo como distintivo en escudos eclesiásticos, simbolizando su dignidad y los honores terrenales.

Detalle de los galeros cardenalicios


La figura, de gran verticalidad y rigidez, elegante, y de porte distinguido, se recorta sobre un fondo oscuro, del que emerge gracias a un estudiado juego de luces y sombras que, como también sucede en algunas pinturas de Zurbarán, confiere a la imagen valores escultóricos que lo aproximan a la obra que del mismo santo realizó Martínez Montañés, en la misma fecha, para la Casa Profesa de la Compañía de Jesús de Sevilla.

La efigie de San Francisco de Borja es históricamente veraz ya que sus rasgos habían quedado registrados en vida gracias a la minuciosa descripción realizada por el Padre Pedro de Ribadeneira, que lo conoció en Roma, y que fue publicada en Madrid en 1592. Fue ésta la fuente más influyente para los artistas a la hora de configurar la imagen plástica del santo.  

Cano nos muestra en esta obra una tipología de "santo monumentalizado en primer plano" que tuvo una gran vigencia en la pintura sevillana de este momento debido a las directrices marcadas por el ideal de la Contrarreforma, llegando a ser incluso un modo de propaganda de las órdenes religiosas, aunque ésta fue una experiencia iconográfica aislada y única en su producción pictórica. El rotundo modelado de la cabeza y la expresividad de sus manos, muestran un estilo propio basado en un dibujo realista, y de clara influencia tenebrista, al modo caravaggiesco, con posibles influencias de Ribera. 

Detalle de la cabeza

Detalle de la mano izquierda


La luz que incide directamente sobre la cabeza y las manos del santo intensifica su dramatismo expresivo lo que testifica una cierta reminiscencia de las fórmulas manieristas (Web Oficial Museo de Bellas Artes)

Cabeza de apóstol. Rodríguez de Silva y Velázquez, Diego. Hacia 1620. Óleo sobre lienzo. 38 x 39 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Depósito del Museo del Prado de 2007

Gracias al depósito del Museo Nacional del Prado podemos contemplar esta obra de la primera época de Velázquez  que se expone junto con el Retrato de Cristóbal Súarez de Ribera, la única obra que se conservaba, hasta ahora, en el Museo del genial pintor sevillano.

Representa la cabeza de un apóstol no identificado que probablemente formaba parte de un apostolado. El fuerte naturalismo lo relaciona, según algunos autores, con las obras de un Ribera joven.

Detalle sin marco


Con toda probabilidad el pintor ha tomado un modelo real. De ahí su rostro ajado, con fuertes surcos de arrugas, barbado y con una penetrante mirada que no deja indiferente al espectador. Con gran economía de tonos cromáticos el pintor ha conseguido transmitirnos muy eficazmente sensación de vida. Una pincelada enérgica y amplia dota a la figura de carácter y vigor pero también de una mirada afligida que le confiere cierto tono melancólico. Una fuerte iluminación, que proviene de un foco situado a la izquierda, incide con intensidad sobre el rostro haciendo destacar la figura del fondo neutro con el que establece un fuerte contraste y del que le separa una sutil luminosidad que no llega ser un halo y lo sitúa espacialmente (Web Oficial del Museo de Bellas Artes).

Retrato del Conde Duque de Olivares. Anónimo (Taller de Diego Velázquez). 1638. Óleo sobre cobre. 9 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Depósito de la Asociación Cultural Gaspar de Guzmán de 2025


Como una figura de busto se presenta este retrato de Gaspar de Guzmán y Pimentel, el personaje político más relevante del reinado de Felipe IV. La obra sigue el modelo de la miniatura conservada en la Galería de las Colecciones Reales de Madrid, que a su vez deriva del retrato del Hermitage de San Petersburgo, ambos atribuidos a la mano del propio Velázquez.

Ante un fondo con un amplio cortinaje, la figura representa la conocida fisonomía del conde-duque: un hombre en la cincuentena con el característico peinado de la época, melena con patillas; bigote de puntas elevadas y perilla. Viste la indumentaria de moda del momento: un sobrio traje negro con golilla almidonada y la cruz de la orden de Alcántara en el pecho y las mangas.

Detalle sin marco


Podemos fechar la obra en torno a 1638-1640, años en los que el taller de Velázquez realizó múltiples retratos suyos para reforzar su papel como válido y enviarlo a otras cortes europeas, lo que nos resulta fundamental para conocer su carácter.

Lafuente Ferrari ve en esta fisonomía al personaje en su decadencia, cuando su mirada se entristece, la sonrisa se vuelve mueca, su rostro se llena de marcas de grasa y sus ojos se achican, lejos de otros retratos anteriores de aparato que lo representan de cuerpo entero a pie o a caballo.

El conde-duque es un personaje clave en la biografía de Velázquez ya que fue gracias a la pequeña corte que los amigos de su maestro y suegro, Francisco Pacheco, formaron alrededor de Olivares como consiguió su recomendación en la Corte (Web Oficial del Museo de Bellas Artes).

Santa Ana enseñando a leer a la Virgen. Roelas, Juan de. Hacia 1615. Óleo sobre lienzo. 230 x 170 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Procede del convento de la Merced Calzada de Sevilla, tras la desamortización de 1840

Se trata de una obra procedente de la Iglesia del Convento de la Merced Calzada de Sevilla, donde según Ceán Bermúdez se situaba junto a la puerta lateral de la iglesia que actualmente es la sala V del museo de Bellas Artes de Sevilla.

En 1810 figura entre las obras pertenecientes a José Bonaparte en el inventario
del Alcázar de Sevilla y en 1840 aparece en el primer inventario del museo atribuida a Herrera el Mozo, autoría que se mantuvo hasta el catálogo de 1897 en el que ya aparece como obra  de Roelas.


Detalle sin marco


Hoy no se discute la atribución a Roelas de esta obra, que Valdivieso sitúa hacia 1610-1615, basada tanto en los aspectos técnicos y estilísticos como en los comentarios que realizara su contemporáneo Pacheco en el Arte de la Pintura. El insigne tratadista tras alabar la destreza de Roelas con el colorido, realiza una pormenorizada descripción de la pintura de Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, para desanimar después a los pintores en el uso de esta escena que no condena, pero que considera inadecuada pues ¿llegar exteriormente a tomar lección de su madre arguye imperfección y denota ignorancia de aquello que se le da ¿.

Respecto a las dudas en la atribución hay que tener en cuenta que el mal estado de conservación y las numerosas intervenciones a las que había sido sometida la pintura, habían alterado elementos de la composición original e incluso rasgos tan característicos como la fisonomía de los personajes.

El esquema compositivo en diagonal presenta la figura sedente de Santa Ana (ver) de edad madura presentando un libro a la Virgen que se inclina atenta para su lectura. 

Detalle de Santa Ana presentando un libro a la Virgen


María es una niña ricamente ataviada con túnica rosa bordada en oro y piedras preciosas y manto azul cuajado de perlas y estrellas. Se adorna también con joyas como la corona, pendientes, collar y anillo, atributos de una belleza exterior espejo de la espiritual. 

Detalle de la Virgen ricamente ataviada


A sus pies sobre una mesita hay una pequeña cesta con dulces y bajo el cajón entreabierto con encajes y labores, figuran un perro y un gato. 

Detalle de la mesita 

Detalle del cajón abierto y del gato

Detalle del perro


En la parte inferior una cesta con ovillos y el cojín de bordar, completan el muestrario de interés por el pormenor cotidiano y elementos de naturaleza muerta que proporcionarían tantos logros a pintores sevillanos posteriores como Zurbarán.

Detalle de la cesta con material de costura


El tema de Santa Ana se inspira en los Evangelios Apócrifos y aunque su devoción no estuvo muy extendida, experimentó un resurgimiento en los siglos XVII y XVIII en su representación de Maestra, tanto por su dimensión intimista como por el modelo de santificación del aprendizaje buscado por la sociedad ilustrada. 

Detalle de los ángeles en el ángulo superior derecho


En Sevilla fue utilizado por destacados artistas de la época de Roelas como Martínez Montañés o Murillo. Angulo señala a Roelas entre los precedentes iconográficos de la obra de Murillo, que se inspira tanto en la representación de la Santa como en los detalles anecdóticos del costurero y las telas (Web Oficial del Museo de Bellas Artes)

Jesús camino del Calvario. Roelas, Juan de. Hacia 1620. Óleo sobre lienzo. 138 x 131 cm. Museo de Bellas Artes de Sevilla. Sala IV. Procede de la Desamortización en 1845

Se trata del momento en el que a Jesús le cargan la tosca y pesada cruz en su hombro derecho, teniendo aun las manos atadas en la espalda por una gruesa soga desde el cuello, y a punto de iniciar el recorrido por la Vía Dolorosa (Leer más).

Sagrada Familia. Uceda, Juan de. 1623. Óleo sobre lienzo. 305 x 230 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Procede del Convento de la Merced Calzada de Sevilla por la Desamortización de 1840

Sagrada Familia (también llamada Las dos Trinidades o Trinidad en la tierra). El lienzo aparece dividido en un doble plano, uno superior de gloria y otro inferior terrenal (Leer mas)

Desposorios místicos de Santa Catalina. Herrera el Viejo, Francisco. 1615. Óleo sobre lienzo. 243 x 167 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Adquisición de la Junta de Andalucía en 2005


Obra de juventud de Herrera el Viejo que resulta de especial interés para documentar la etapa de formación del pintor. La obra, fechada en 1615, la realiza a la edad de 25 años, cuando su estilo está todavía en formación, y se deja influenciar muy claramente por el Manierismo de las últimas décadas del siglo XVI, perpetuado al inicio del siglo siguiente con la obra de Francisco Pacheco. Resulta por ello una obra temprana con cierta rigidez, fruto de un esquema compositivo ordenado y simétrico, antes de que su estilo evolucione hacia el naturalismo, con mayor soltura de la pincelada y un dibujo menos acabado.

La obra resulta atractiva por su potente y vital paleta, su nerviosa pincelada que puede apreciarse en algunos detalles como los brocados a lo florentino de la vestimenta de santa Catalina o el abarrotado estallido de gloria. La obra sigue la división en dos registros, el terrenal y el celestial, habitual en multitud de obras sevillanas del Barroco y que volveremos a ver en las otras grandes obras de Herrera en la colección del museo, como : la  Apoteosis de san Hermenegildo y la Visión de san Basilio.

Destaca Santa Catalina arrodillada presentando a sus pies los objetos de su tortura.

Detalle de santa Catalina

Objetos de su tortura


El Niño entrega a Santa Catalina el anillo símbolo de su desposorio.

Detalle de la mano del Niño con el anillo


En los laterales destacan los ángeles músicos y en la parte superior se observa un gran rompimiento de Gloria.

Detalle de ángel músico

Detalle de ángel músico

Rompimiento de Gloria


La presencia en esta sala de los tres maniquís de los Mártires del Japón, tras su restauración, ha provocado que cuadros existentes en una visita anterior hayan desaparecido de la exposición en esta sala, y son los siguientes.

Niño Jesús vestido. Anónimo (Circulo de Martínez Montañés). Primera mitad del siglo XVII. Madera tallada y policromada, revestida de tela encolada y policromada. 46 cm de altura. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Donación de D. Rafael González Abreu en 1928


Retrato de la esposa de Miguel Jerónimo y su hija. Pacheco, Francisco. 1612. Óleo sobre tabla. 25,7 x 41,5 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Adquisición del Estado en 2016. Procede del convento del Santo Ángel Custodio de Sevilla


Retrato de Miguel Jerónimo y su hijo. Pacheco, Francisco. 1612. Óleo sobre tabla. 25,8 x 41,5 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Adquisición del Estado en 2016. Procede del convento del Santo Ángel Custodio de Sevilla


Estas dos tablas pertenecen al retablo de San Alberto de Sicilia del colegio carmelita del Santo Ángel de la Guarda de Sevilla que fue pagado por el sombrerero Miguel Jerónimo,  que aparece por ello retratado en el banco del retablo junto a su familia tal y como era habitual.

Pacheco los retrata según un modelo fijado desde finales del XVI: un fondo neutro sobre el que se recortan con nítidos perfiles las figuras de matrimonios o los miembros de una familia por parejas del mismo sexo. Se los representa con ligeras variantes, bien hasta la cintura o hasta el pecho, por lo general con las manos unidas para la oración. Este es el modelo elegido para la familia de Miguel Jerónimo, cuyos miembros dirigen sus miradas y oraciones al san Alberto penitente que presidía el retablo. Las figuras masculinas visten la austera moda española y la gola que dejaría de usarse desde 1623; y las femeninas, tocas y velos con primorosos detalles de encaje.

Detalle sin marco

Detalle sin marco


Tras la desamortización, las pinturas del retablo desmembrado pasó a la colección del deán Manuel López Cepero. Posteriormente a la colección del conde de Ybarra, que las vendió en 1956. A comienzos de la década de los 60 fueron adquiridas por el coleccionista José Fernández López, quien las depositó en el Museo de Pontevedra en 1963. Levantado el depósito en 1971, los retratos de los donantes fueron adquiridos por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte en 2016 y pasaron a formar parte de la colección estable del Museo de Bellas Artes de Sevilla (Web Oficial del Museo de Bellas Artes).

Niño Jesús Salvador. Roelas, Juan de. Hacia 1610. Óleo sobre tabla. 70,3 x 47,3 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Adquirido por la Junta de Andalucía en 2004 para su depósito en el Museo de Bellas Artes de Sevilla


El Niño se cubre con una túnica blanca que alude a su infancia. Sobre ésta se dispone un manto rojo que premoniza su dramático destino: la Pasión.

La pequeña cruz con estandarte simboliza su resurrección y el triunfo sobre la muerte, representada ésta por una calavera sobre la que apoya el pie con suma delicadeza.

El Niño aparece sentado sobre una bola del mundo, que alude al triunfo de la fe.

La serpiente que, en el tercio inferior, está mordiendo una manzana es la manifestación del triunfo del nuevo hombre sobre el antiguo, sobre el pecado original. 

Detalles de la parte inferior del cuadro: sentado sobre bola del mundo, pie apoyado sobre calavera, serpiente mordiendo una manzana


Posiblemente esta tabla perteneció a la puerta del sagrario del retablo de la sacristía de la capilla de los flamencos del desaparecido Colegio de Santo Tomás de Sevilla. En este mismo retablo se encontraba el “Martirio de San Andrés(Web Oficial del Museo de Bellas Artes) (ver).

Niño Jesús. Ribas, Francisco Dionisio. Hacia 1650. Madera tallada y policromada. 61,50 x 34,80 x 18,50. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Donación de D. Rafael González Abreu

Sobre un pedestal de nubes con cabezas de querubines alados en todo su entorno, se alza la figura de Cristo Niño. 

Detalle del pedestal

Es una escultura de gran barroquismo y extraordinario movimiento patentizado en el tratamiento de la túnica, decorada con ricos y delicados elementos vegetales aplicados mediante la técnica del estofado, que bajo el impulso del aire se entreabre dejando asomar la pierna derecha.

También el cabello tallado con mechones gruesos se despega de la cabeza como si estuviera asimismo movido por el viento.

El rostro expresivo de la figura con labios carnosos y pequeños, mejillas abombadas y mirada llena de tristeza, así como el desequilibrio de su postura, y el movimiento de los brazos dan a la figura un cierto aire de elegancia. 

Detalle del rostro

El modelo empleado supone un avance frente a las obras del escultor Juan Martínez Montañés, referente para esta iconografía en la escuela sevillana, que, aunque naturalistas resultan más estáticas. Dionisio de Ribas pertenece a un momento del Barroco algo más avanzado lo que se traduce en obras que como esta presentan un mayor dinamismo (Web Oficial del Museo de Bellas Artes).

San Juanito servido por ángeles. Castillo, Juan del. Hacia 1640. Óleo sobre lienzo. 117 x 95 cm. Museo de Bellas Artes. Sala IV. Donación de D. José Moreno Larrazábal de 1932

San Juanito aparece en la obra situado en un desierto que, por la mirada del pintor, se transforma en un paraje casi edénico, poblado de frondosos árboles. Allí, desde su infancia, recibe el consuelo de dos pequeños ángeles que le ofrecen, sobre una bandeja, panales de miel y frutas (Leer mas).