martes, 11 de noviembre de 2025

ALGUNAS LEYENDAS DE SEVILLA

Virgen del Alma Mía (Iglesia de San Antonio Abad).

Detalle de la Inmaculada con las manos unidas por la punta de los dedos

En el muro de la epístola de la Iglesia de san Antonio Abad se sitúa el retablo de la Inmaculada denominada popularmente “Virgen del Alma Mía”. 

Cuenta la leyenda, que corría el siglo XVII, los vecinos de un corral cercano de la mencionada iglesia oían por las noches quejidos lastimeros y gritos que parecían de niños, cosa extraña porque ningún pequeño vivía por los alrededores, llamaron a los alguaciles y tras una larga investigación, no encontraron absolutamente nada. 

Los gemidos seguían, los sollozos no paraban y cada vez la tensión se hacía mayor, pensaron que tal vez era algún alma en pena que no se había ido del todo.

Pues bien, en esa corrala vivía un matrimonio sin hijos, el marido había fallecido hacía un año y la viuda se dedicaba a la cría de gallinas en su corral y a la venta de huevos. Una mañana una vecina que entró a comprar sus huevos diarios, se la encontró en el suelo agonizando, la mujer pidió un confesor y le dio a este una carta haciéndole jurar no abrirla hasta después de su muerte. El sacerdote le ofreció un crucifijo para que lo besara, pero la moribunda lo apartó diciendo que no era digna de ello y al momento falleció.

Un par de días después de ser enterrada, el sacerdote procedió a la apertura de la carta y quedó asombrado e incrédulo, por lo que salió corriendo hacia el gallinero de la mujer, llamando a gritos a los alguaciles.  En la carta la mujer confesaba que hacía años le había sido infiel a su marido, y de esa relación extra matrimonial quedó embarazada llevando los secretos la gestación. Al cabo de los meses dio a luz un niño.

El marido, sabedor de esta infidelidad y para guardar su honor y ella sus vergüenzas, decidieron hacer una especie de cueva bajo el gallinero y allí encerrar al chiquillo. “Padre, nunca ha visto la luz del sol, nunca respiró aire puro, no sabe hablar, ni apenas andar, es como un animal salvaje. Le llamamos José, pero no ha sido bautizado y lo que es peor, nunca le hablé de Dios ni de su Santa Madre”.

Los alguaciles, el cura y varios curiosos, procedieron a la apertura de la trampilla y bajaron unas escaleras que daba lugar a la cueva y allí, en un rincón, un ser desnudo, cubierto de suciedad y heces, gemía y gruñía como un animal. Con dificultad lo sacaron al exterior, lo lavaron y le pusieron una especie de jubón blanco, tendría unos diez años y se restregaba los ojos mirando desesperado al sol.

En un descuido se liberó del alguacil, que lo llevaba atado de una cuerda, y desapareció. Horas de búsqueda hasta que el sacristán de la iglesia, al entrar se encontró al niño de rodillas ante esta Virgen y llamó al párroco, los dos vieron como la criatura estaba ensimismada mirando la imagen de la Señora.

Con voz tenue y cariñosa el cura le dijo: “Tranquilo José, no te vamos a hacer daño”. El niño lo miró tiernamente y le contestó: “No pasa nada, solo estaba hablando con la Madre del Alma Mía”. “Pero ¿Tú sabes quién es hijo?” y el chiquillo respondió “Claro, me lo ha dicho Ella, también me preguntó mi nombre que al principio no me salía hablar, pero luego me ayudó y me dijo que era la Madre del Alma mía y me ha enseñado una oración ¿Quiere que se la diga? Dios te salve María llena eres de gracia, el Señor es...”  La noticia corrió por toda esta tierra y desde ese instante la Virgen llevó el nombre que la acompaña hasta el día de hoy.  

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