ALGUNAS LEYENDAS DE SEVILLA
Virgen del Alma Mía (Iglesia de San Antonio Abad).
Detalle de la
Inmaculada con las manos unidas por la punta de los dedos
En el muro de la epístola de la Iglesia de san Antonio Abad se
sitúa el retablo de la Inmaculada denominada popularmente “Virgen del Alma
Mía”.
Cuenta la leyenda, que corría el siglo XVII, los
vecinos de un corral cercano de la mencionada iglesia oían por las noches
quejidos lastimeros y gritos que parecían de niños, cosa extraña porque ningún
pequeño vivía por los alrededores, llamaron a los alguaciles y tras una larga
investigación, no encontraron absolutamente nada.
Los gemidos seguían, los sollozos no paraban y cada vez
la tensión se hacía mayor, pensaron que tal vez era algún alma en pena que no
se había ido del todo.
Pues bien, en esa corrala vivía un matrimonio sin
hijos, el marido había fallecido hacía un año y la viuda se dedicaba a la cría
de gallinas en su corral y a la venta de huevos. Una mañana una vecina que
entró a comprar sus huevos diarios, se la encontró en el suelo agonizando, la
mujer pidió un confesor y le dio a este una carta haciéndole jurar no abrirla
hasta después de su muerte. El sacerdote le ofreció un crucifijo para que lo
besara, pero la moribunda lo apartó diciendo que no era digna de ello y al
momento falleció.
Un par de días después de ser enterrada, el sacerdote
procedió a la apertura de la carta y quedó asombrado e incrédulo, por lo que salió
corriendo hacia el gallinero de la mujer, llamando a gritos a los
alguaciles. En la carta la mujer
confesaba que hacía años le había sido infiel a su marido, y de esa relación
extra matrimonial quedó embarazada llevando los secretos la gestación. Al cabo
de los meses dio a luz un niño.
El marido, sabedor de esta infidelidad y para guardar
su honor y ella sus vergüenzas, decidieron hacer una especie de cueva bajo el
gallinero y allí encerrar al chiquillo. “Padre, nunca ha visto la luz del sol,
nunca respiró aire puro, no sabe hablar, ni apenas andar, es como un animal
salvaje. Le llamamos José, pero no ha sido bautizado y lo que es peor, nunca le
hablé de Dios ni de su Santa Madre”.
Los alguaciles, el cura y varios curiosos, procedieron
a la apertura de la trampilla y bajaron unas escaleras que daba lugar a la
cueva y allí, en un rincón, un ser desnudo, cubierto de suciedad y heces, gemía
y gruñía como un animal. Con dificultad lo sacaron al exterior, lo lavaron y le
pusieron una especie de jubón blanco, tendría unos diez años y se restregaba
los ojos mirando desesperado al sol.
En un descuido se liberó del alguacil, que lo llevaba
atado de una cuerda, y desapareció. Horas de búsqueda hasta que el sacristán de
la iglesia, al entrar se encontró al niño de rodillas ante esta Virgen y llamó
al párroco, los dos vieron como la criatura estaba ensimismada mirando la
imagen de la Señora.
Con voz tenue y cariñosa el cura le dijo: “Tranquilo José, no te vamos a hacer daño”. El niño lo miró tiernamente y le contestó: “No pasa nada, solo estaba hablando con la Madre del Alma Mía”. “Pero ¿Tú sabes quién es hijo?” y el chiquillo respondió “Claro, me lo ha dicho Ella, también me preguntó mi nombre que al principio no me salía hablar, pero luego me ayudó y me dijo que era la Madre del Alma mía y me ha enseñado una oración ¿Quiere que se la diga? Dios te salve María llena eres de gracia, el Señor es...” La noticia corrió por toda esta tierra y desde ese instante la Virgen llevó el nombre que la acompaña hasta el día de hoy.
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