RUTAS POR SEVILLA: Santos y Santas
San Francisco de Asís.
Francisco nació en Asís, Italia en 1181 o 1182 y parece que fue bautizado en 1182 como
Giovanni.
Hijo de un
rico mercader llamado Pietro di Bernardone y la
noble provenzal Joanna Pica de Bourlémont, por lo que pertenecía a una de las familias más ricas de
la ciudad de Asís, en la región de Umbría, al norte de Roma.
Su padre comerciaba mucho con Francia y quizás por ello el niño fue
apodado como “Francesco” (el francés).
Francisco
recibió la alta educación de la época, en la que aprendió latín, orientada al oficio de mercader, como su padre, y de hecho alrededor
de los 14 años comenzó a trabajar, junto a su padre, en la venta de telas finas
de importación.
Las crónicas lo presentan como un joven alegre
y derrochador, "dado a juegos y cantares". Era tan pródigo en gastar, que
cuanto podía tener y ganar lo empleaba en "comilonas y
otras cosas".
En sus años
juveniles, francisco comenzó a participar en las
contiendas que Asís mantenía con la vecina Perugia, en la lucha por una
mayor autonomía del Sacro Imperio Romano Germánico, formando parte del
ejército papal bajo las órdenes de Gualterio de Brienne, contra los
germanos.
En la batalla
de Ponte San Giovanni, en noviembre de 1202, Francisco fue hecho prisionero y
estuvo cautivo por lo menos un año.
Durante este período de vida militar, Francisco
conoció la violencia, la
muerte, la prisión y las enfermedades.
En Espoleto, ciudad del camino de Asís a Roma, cayó
nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, tuvo el sueño de un gran palacio, en que se podían apreciar toda clase de
armas militares, marcadas con la señal de la cruz de Cristo y oyó una voz celestial que lo exhortaba
a “servir al amo y no al siervo”. Y
el Señor le dijo: “Vuélvete a tu tierra, porque la visión que has tenido es
figura de una realidad espiritual que se ha de cumplir en ti no por humana,
sino por divina disposición”.
El sueño del palacio lleno de armas. Giotto. Basílica Superior de Asís (CC BY 3.0)
Una vez recobradas las fuerzas corporales y cuando, según su costumbre, iba adornado con preciosos vestidos, le salió al encuentro un caballero noble, pero pobre y mal vestido.
A la vista de aquella pobreza, se
sintió conmovido, y, despojándose inmediatamente de sus
atavíos, vistió con ellos al pobre, cumpliendo así, a la vez, una doble obra de
misericordia: cubrir la vergüenza de un noble caballero y remediar la necesidad
de un pobre.
La
donación de la capa. Giotto. Basílica Superior de Asís. (CC BY 3.0)
A partir de entonces empezó a mostrar una conducta
de desapego a lo terrenal, y un día en que se mostró en un estado de quietud y
paz sus amigos le preguntaron si estaba pensando en casarse, a lo que él
respondió: “Estáis en lo
correcto, pienso casarme, y la mujer con la que pienso comprometerme es tan
noble, tan rica, tan buena, que ninguno de vosotros visteis otra igual”.
Después de reflexiones y oraciones supo que la dama a quien se refería era la
“pobreza”.
Durante una peregrinación familiar a Roma,
entró en contacto directo con la falta de sensibilidad de los altos dignatarios
de la Iglesia de la época, pues mientras ellos disfrutaban de todo tipo lujo,
arrojaban las monedas más pequeñas de cobre a los mendigos del portal de la
antigua basílica de San Pedro. Según el relato
oficial, al contemplarlo Francisco dejó caer sobre la tumba del apóstol todo su
dinero e intercambió sus ropas con las de un mendigo.
A partir de entonces se
dedico a la oración y comenzó a frecuentar a los leprosos y a vender sus posesiones para donar el dinero
a los más pobres.
Pasó algunos días en
oración y ayuno. Regresó a su pueblo y estaba tan desfigurado y mal vestido que
sus antiguas amistades lo
tomaron por demente "le arrojaban lodo y cantos de las plazas", según
la "Leyenda de los Tres Compañeros",
un relato atribuido a tres de sus primeros seguidores.
Pero, un hombre
muy simple de Asís, inspirado, al parecer, por el mismo Dios, si alguna vez se
encontraba con Francisco por la ciudad, se quitaba la capa y la extendía a sus
pies, asegurando que éste era digno de toda reverencia, por cuanto en un futuro
próximo realizaría grandes proezas y llegaría a ser honrado por todos los
fieles.
El homenaje de
un hombre simple. Giotto. Basílica Superior de Asís. (CC BY 3.0)
En la primavera de 1206, en el pequeño templo de San Damián mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, oyó una voz procedente de la misma cruz que le dijo tres veces: “¡Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella!”.
La voz divina se refería principalmente a la reparación de la
Iglesia que Cristo adquirió con su sangre, pero Francisco se dispuso a obedecer
y concentró todo su esfuerzo en la decisión de reparar materialmente la
iglesia.
La oración ante
el crucificado de San Damián. Giotto. Basílica Superior de Asís. (CC BY 3.0)
Decidió
tomar una buena cantidad de vestidos de la tienda de su
padre y los vendió, junto con su caballo, en Foligno, ciudad cercana a Assisi. Volvió a san Damián y le ofreció al
párroco su dinero y le pidió permiso para quedarse a vivir con él. El sacerdote
le dijo que sí se podía quedar, pero que no podía aceptar su dinero.
Cuando el padre de Francisco, Don Bernardone, se enteró de lo sucedido, fue a la Iglesia de San Damián, pero su hijo se escondió en una cueva.
Unos días más tarde se reprochó su cobardía, abandonó el escondite y marchó a la ciudad de Asís.
Su padre, ante el temor a que dilapidara todo el patrimonio
familiar, sin tener
conmiseración lo azotó y lo encerró encadenado en una habitación de su casa (Francisco tenía entonces 25 años).
Poco tiempo después, el padre tuvo que ausentarse de Asís, y la madre libró al hijo de
la prisión, y Francisco retornó a
San Damián.
A
la vuelta de Pietro Bernardone y no encontrarlo en su encierro, lo denunció a
las autoridades, para que renunciara a los derechos de la herencia paterna y le
devolviera todo lo que tenía.
Ante la presencia del obispo, inmediatamente
se despoja de todos sus vestidos, quedándose totalmente desnudo, se los
devuelve al padre, y le dice: “Hasta el presente te he llamado padre en la
tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en
quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza”.
Al contemplar esta escena, el obispo se levantó al instante y llorando lo
acogió entre sus brazos y lo cubrió con el manto que él mismo vestía, como signo de protección de la
Iglesia. Ordenó que le proporcionaran
alguna ropa y le cedieron un manto corto, pobre y vil, perteneciente a un
labriego que estaba al servicio del obispo.
San Francisco partió buscando un lugar para establecerse. Abandonó su ciudad natal y se dirigió a Gubbio, donde trabajó abnegadamente
en un hospital de leprosos, luego regresó a Asís y se dedicó a restaurar con
sus propios brazos, las iglesias de San Damián, San Pietro In Merullo y Santa
María de los Ángeles en la Porciúncula.
Se instaló en Santa María de
los Ángeles, que era una pequeña capilla casi en ruinas que pertenecía a los
monjes Benedictinos del monte Subasio, conocida
como “La porciúncula” es decir “El terrenito” o “la Partecita”, porque
estaba junto a una construcción mayor.
El 24 de febrero de 1209, en esta
pequeña iglesia de la Porciúncula y mientras escuchaba la lectura del Evangelio
recibió la revelación definitiva de su misión cuando escuchó estas palabras del
Evangelio: “No lleven monedero,
ni bolsón, ni sandalias, ni se detengan a visitar a conocidos... “(Lc,
10).
Así, cambió su afán de reconstruir las iglesias por la
vida austera y la prédica del Evangelio. El eremita se convirtió en apóstol y,
descalzo y sin más atavío que una túnica ceñida con una cuerda, pronto atrajo a
su alrededor a toda una corona de almas activas y devotas.
Su primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle que era un rico comerciante de Asís que vendió todo lo que tenía para darleso a los pobres. Su segundo discípulo fue Pedro de Cattaneo. San Francisco les concedió hábitos a los dos en abril de 1209.
A ellos se sumó, el sacerdote Silvestre y poco después llegó Egidio, Gil, Morico, Bárbaro, Sabatino, Bernardo Vigilante, Juan de San Constanzo, Angelo Tancredo, Felipe y Giovanni de la Capella. Todos ellos predicaban la pobreza, atendían a los leprosos, se ocupaban de faenas humildes para los monasterios y casas particulares, y trabajaban para granjeros.
Comenzó también
la expansión del mensaje evangélico, y para ello los estimuló a viajar de dos
en dos.
Viendo que poco
a poco iba creciendo el número de los hermanos, cuando ya eran doce discípulos, San
Francisco redactó una regla breve e informal que era principalmente consejos
evangélicos para alcanzar la perfección.
Deseando,
que su escrito obtuviera la aprobación del sumo pontífice, decidió presentarse
con aquel grupo de hombres sencillos ante la Sede Apostólica, confiando
únicamente en la protección divina.
Bajo la intervención del obispo Guido de Asís y del
Cardenal Sabina pudo tener audiencia con el Papa.
Algunos autores consideran que
Inocencio aceptó atenderlos debido a un sueño en el que vio a “un pobre
hombre, de pequeña estatura, vestido con harapos, que sostenía con sus brazos
la Iglesia de San Juan de Letrán que comenzaba a derrumbarse”, y al verlo el
Papa reconoció que ese hombre harapiento era Francisco, y exclamó: “Éste
es, en verdad, el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia
de Cristo”.
Hacia abril o mayo de 1209, Inocencio accedió en todo a la petición del siervo de Cristo, y desde entonces le profesó siempre un afecto especial.
Aprobó la Regla, concedió al siervo de Dios y a todos los hermanos laicos que le acompañaban la facultad de predicar la penitencia y ordenó que se les hiciera la tonsura para que libremente pudieran predicar la palabra de Dios.
Así, nació la Primera Orden de San Francisco, cuyos integrantes se
harán llamar "Frailes Menores", ya que quería que fueran humildes (el
nombre fundacional de la congregación es Ordo Fratrum Minorum,
abreviado O.F.M.).
La aprobación
de la Regla por Inocencio III. Giotto. Basílica Superior de Asís. (CC BY 3.0)
Obtenida la aprobación de la Regla, emprendió Francisco el viaje de retorno hacia el valle de Espoleto, dispuesto ya a practicar y enseñar el Evangelio de Cristo.
Se
recogió con sus compañeros en un tugurio abandonado, Rivo Torto, cerca de la
ciudad de Asís.
A eso de
media noche, sucedió de pronto que, estando Francisco corporalmente ausente de
sus hijos, algunos de los cuales descansaban y otros perseveraban en oración,
penetró por la puerta de la casucha de los hermanos un carro de fuego de
admirable resplandor que dio tres vueltas a lo largo de la estancia; sobre el
mismo carro se alzaba un globo luminoso, que, ostentando el aspecto del sol,
iluminaba la oscuridad de la noche.
Todos
comprendieron que había sido el mismo Santo, ausente en el cuerpo, pero
presente en el espíritu y transfigurado en aquella imagen, el que les había
sido mostrado por el Señor en el luminoso carro de fuego para que, como
verdaderos israelitas, caminasen tras las huellas de aquel que, cual otro
Elías, había sido constituido por Dios en carro y auriga de varones
espirituales.
La visión del carro de fuego. Giotto. Basílica
Superior de Asís. (CC BY 3.0)
Después
de esto, Francisco condujo a sus hermanos a Santa María de la Porciúncula.
En 1212, el abad benedictino del Monte Subasio regaló a San Francisco la capilla de Porciúncula, con la condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden.
Él la aceptó, pero sólo se la alquiló, sabiendo que pertenecía a los
benedictinos, y como pago
recibirían una cesta con peces. Alrededor de la Porciúncula construyeron
cabañas muy sencillas, pues la pobreza era el fundamento de su orden.
En 1215 el número de frailes se había multiplicado exponencialmente y además de en Italia, se encontraban en Francia y en la península ibérica.
Predicaban su modo de vida en parejas y convivían con la gente en sus pueblos, fundando ermitas en las afueras de las ciudades.
Ese mismo año el Concilio de Letrán reconoció
canónicamente la orden.
En esa época, el cardenal Hugolino le
ofreció la posibilidad de formar cardenales de las filas de sus órdenes.
Pero, Francisco, que sólo llegó a recibir
el diaconado, porque se consideraba indigno del sacerdocio, según las
crónicas de Tomas Celano, acorde con sus principios respondió: “Eminencia: mis
hermanos son llamados frailes menores, y ellos no intentan convertirse en
mayores. Su vocación les enseña a permanecer siempre en condición humilde.
Mantenedlos así, aún en contra de su voluntad, si Vuestra Eminencia los
considera útiles para la Iglesia. Y nunca, os lo ruego, les permitáis
convertirse en prelados”.
(El santo permanece ante una calavera, contemplando al ángel
que le muestra un recipiente de cristal lleno de agua transparente, alusiva a
la pureza que debe tener todo aquel que quiera acceder al sacerdocio. En su
humildad el santo piensa que nunca alcanzará tal perfección y renuncia a la
ordenación sacerdotal).
San
Francisco confortado por un ángel. Hacia 1730. Óleo sobre lienzo. 184 x 180,7
cm. Museo de Bellas Artes de Sevilla. Sala XI. Procedente del Claustro del
Convento de san Francisco
San Francisco Recibiendo la ampolla de agua. Valdés Leal, Juan de. Hacia 1665. Óleo sobre lienzo. 204 x 130 cm. Museo de Bellas Artes de Sevilla. Sala VIII.(ver)
Bajo el
pontificado de Honorio III en 1216, se promovió la
indulgencia plenaria a favor de todo aquel que visitara la iglesia de
Santa María de los Ángeles de Porciúncula, bajo fuerte oposición, puesto que
pocos lugares podían disfrutar de tan alto privilegio.
El Jubileo de la Porciúncula. Murillo, Bartolomé Esteba. Hacia 1665-1666.
Óleo sobre lienzo. Museo de Bellas Artes de Sevilla. Sala V. Wallraf-Richartz
Museum. Colonia
Con el tiempo, el número de sus
adeptos fue aumentando y Francisco comenzó a formar una orden religiosa,
llamada actualmente franciscana o de los franciscanos, en la que pronto se
integraría San Antonio de Padua.
Además, con la colaboración de
Santa Clara, fundó la rama femenina de la orden, las "Damas Pobres", más
conocidas como las "Clarisas".
Desde el año 1217 organizó
capítulos en el que los Frailes
Menores se reunían para intercambiar experiencias; para la
organización apropiada de los territorios en que los frailes se habían
dispersado, organizó también provincias de evangelización.
En junio de
1219, tras dos tentativas frustradas, partió para Siria intentando por tercera
vez propagar la fe cristiana en tierra de infieles. Fue capturado por los
sarracenos que lo llevaron, como él deseaba, a la presencia del sultán de
Egipto, al-Malik al-Kamil.
Y
predicó ante dicho sultán sobre Dios trino y uno y sobre Jesucristo salvador de
todos los hombres con gran convicción.
Francisco
le comentó: “Si os resolvéis a
convertiros a Cristo tú y tu pueblo, muy gustoso permaneceré por su amor en
vuestra compañía. Mas, si dudas en abandonar la ley de Mahoma a cambio de la fe
de Cristo, manda encender una gran hoguera, y yo entraré en ella junto con tus
sacerdotes, para que así conozcas cuál de las dos creencias ha de ser tenida,
sin duda, como más segura y santa”.
El sultán le respondió: “No creo que entre mis
sacerdotes haya alguno que por defender su fe quiera exponerse a la prueba del
fuego, ni que esté dispuesto a sufrir cualquier otro tormento”.
Francisco: “Si en tu nombre y en el de tu pueblo me
quieres prometer que os convertiréis al culto de Cristo si salgo ileso del
fuego, entraré yo solo a la hoguera. Si el fuego me consume, impútese a mis
pecados; pero, si me protege el poder divino, reconoceréis a Cristo, fuerza y
sabiduría de Dios, verdadero Dios y Señor, salvador de todos los hombres”.
Al ver
Francisco que nada progresaba en la conversión de aquella gente y sintiéndose
defraudado en la realización de su objetivo del martirio, avisado por
inspiración de lo alto, retornó a los países cristianos.
El Sultán, quedó tan prendado del espíritu de Francisco
que le regaló un cuerno de marfil tallado con incrustaciones de plata, que habría oficiado de pasaporte en tierras musulmanas, y que se
conserva en el museo de la Basílica del Santo en Assisi.
La prueba de fuego ante el
Sultán. Giotto. Basílica Superior de Asís. (CC BY 3.0)
En 1220, después de haber regresado de su viaje a Siria y Egipto, llegó a Celano a predicar; y allí un devoto caballero le invitó insistentemente a quedarse a comer con él.
Pero, antes de ponerse a comer, San Francisco, siguiendo su costumbre, dirigió a Dios súplicas y alabanzas.
Al concluir la oración llamó
aparte en confianza al bondadoso señor que lo había hospedado y le habló así: “Mira,
hermano huésped; vencido por tus súplicas, he entrado en tu casa para comer.
Ahora, pues, escucha y sigue con presteza mis consejos, porque no es aquí, sino
en otro lugar, donde vas a comer hoy. Confiesa en seguida tus pecados con
espíritu de sincero arrepentimiento y que en tu conciencia no quede nada que
haya de manifestarse en una buena confesión. Hoy mismo te recompensará el Señor
la obra de haber acogido con tanta devoción a sus pobres”.
Aquel señor puso inmediatamente en práctica los consejos del Santo: hizo con el compañero de éste una sincera confesión de todos sus pecados, puso en orden todas sus cosas y se preparó como mejor pudo a recibir la muerte.
Finalmente, se sentaron todos a la mesa. Apenas
habían comenzado los otros a comer, cuando el dueño de la casa, con una muerte
repentina, exhaló su espíritu, según le había anunciado el varón de Dios.
La muerte del caballero de
Celano. Giotto. Basílica Superior de Asís. (CC BY 3.0)
Años después,
en 1221, ante el incremento de las
vocaciones y el peligro de inclusión de gente de dudosa vocación espiritual,
nació la llamada "Venerable Orden Tercera", para permitir a hombres y mujeres
laicos vivir el Evangelio tras las huellas de Francisco.
La
orden, durante su ausencia, sufrió una crisis y Francisco le rogó al papa
Honorio III que designara al cardenal Hugolino para reorganizar la
orden. Las nuevas disposiciones tuvieron un nuevo Ministro General, Elías
Bombarone, y una nueva regla, la de 1221 (Regla no bulada).
El 29 de noviembre de 1223, con otra participación del cardenal Hugolino, la regla tuvo su forma definitiva y fue aprobada por el papa Honorio III, y entregó la dirección de la comunidad a Pedro Cattani.
La dirección de la orden franciscana no tardó en
pasar a los miembros más prácticos, como el cardenal Ugolino (el futuro papa
Gregorio IX) y el hermano Elías, y San Francisco pudo dedicarse por entero a la
vida contemplativa para lo que decidió retornar a Umbría.
Allí lo vieron orar de noche, con los brazos extendidos
en forma de cruz, mientras todo su cuerpo se elevaba sobre la tierra y quedaba
envuelto en una nubecilla luminosa, como si el admirable resplandor que rodeaba
su cuerpo fuera una prueba de la maravillosa luz de que estaba iluminada su
alma.
El éxtasis de san Francisco. Giotto. Basílica Superior
de Asís. (CC BY 3.0)
En 1223,
debido a la cercanía de la Navidad, a la que él tenía especial aprecio, quiso
celebrarla de manera particular y para ello convidó a un noble de la ciudad de
Greccio, de nombre Juan, a festejar el nacimiento de Jesucristo en una loma, de
su propiedad, rodeada de árboles y llena de cuevas.
Montó un pesebre con
animales y heno y celebró la misa con pobladores y frailes de los alrededores.
Se considera que, en esa
celebración, san Francisco inventó los nacimientos, pesebres o belenes, como escenificaciones
plásticas del nacimiento de Cristo.
El belén de Greccio. Giotto. Basílica Superior de
Asís. (CC BY 3.0)
Francisco asistió en junio de 1224 a lo que fue su último capítulo general de la orden y hacia principios de agosto decidió hacer un viaje a un lugar aislado llamado Monte Alvernia, a unos 160 kilómetros al norte de Asís; acompañado por algunos de sus compañeros, como León, Angelo, Illuminato, Rufino y Masseo.
Pero, como ya
estaba muy débil, se hizo llevar en el asnillo de un pobre campesino. Era un
día caluroso de verano. El hombre subía a la montaña y, cansado por la áspera y
larga caminata, sintió una sed abrasadora y comenzó a gritar: “¡Eh, que me
muero de sed, me muero si inmediatamente no tomo para refrigerio algo de
beber!”
Francisco se apeó del jumentillo, e, hincadas las rodillas en tierra y alzadas las manos al cielo, no cesó de orar hasta que comprendió haber sido escuchado.
Acabada la oración,
dijo al hombre: “Corre a aquella roca y encontrarás allí agua viva, que Cristo
en este momento ha sacado misericordiosamente de la piedra para que bebas”.
Bebió el hombre sediento del agua brotada de la piedra
en virtud de la oración del Santo y extrajo el líquido de una roca durísima. No
hubo allí antes ninguna corriente de agua; ni, por más diligencias que se han
hecho, se ha podido encontrar posteriormente.
El milagro de la fuente. Giotto. Basílica Superior de
Asís. (CC BY 3.0)
En Monte Alvernia se construyó
una pequeña celda. Tras un largo periodo de ayuno y oración, en un peñasco
junto a los ríos Tíber y Arno, el 14 de septiembre de 1224, se le aparece el Señor
crucificado, rodeado por seis alas angélicas, y le imprimió las señales de la
crucifixión en las manos, los pies y el costado. A partir de entonces llevaba
las manos dentro de las mangas del hábito y llevaba medias y zapatos, por considerarse indigno de ser
portador de las señales de la Pasión de Cristo. Un tiempo después bajo del
Monte y curó a muchos enfermos.
La impresión de las llagas. Giotto. Basílica Superior de
Asís. (CC BY 3.0)
Estigmatización
de san Francisco. Murillo, Bartolomé Esteban. Hacia 1645-50. Óleo sobre lienzo.
200 x 164 cm. Museo de Bellas Artes de Sevilla. Sala VII.
La salud de San
Francisco se fue deteriorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaban y casi había perdido la vista, por el tracoma que había contraído en Egipto.
Al enterarse
que le quedaban pocas semanas de vida, dijo “¡Bienvenida, hermana muerte! “y
pidió que lo llevaran a Porciúncula.
Francisco dictó
una carta a Madonna Jacoba: “Debes saber, queridísima, que Cristo bendito me ha
revelado, por su gracia, que el final de mi vida está muy próximo. Así pues, si quieres encontrarme vivo, ponte en
camino apenas leas esta carta y ven a Santa María de los Ángeles, porque, si no
llegas pronto, no me encontrarás vivo. Y trae contigo paño
ceniciento para amortajar mi cuerpo y la cera necesaria para la sepultura. Y te
ruego que me traigas también aquellas cosas de comer que me solías dar cuando
estuve enfermo en Roma.” La carta nunca fue enviada porque al terminar de
dictarla, “Fray Jacoba” estaba en la puerta de la cabañita, ante el asombro de
todos y explicó que, estando en oración, el Señor le había dicho que se
apresurara en ir a Asís, con todo lo que Francisco pedía en la carta.
Murió el 3 de
octubre de 1226, a la edad de 44 años, después de escuchar la pasión de Cristo
según San Juan.
De acuerdo con su último deseo, fue
encaminado a la Porciúncula, donde se estableció en una cabaña cercana a la
capilla.
Al día siguiente, el cortejo fúnebre
se encaminó hacia San Damiano y después a San Giorgio, donde fue sepultado. Sus
restos se encuentran en la Basílica de San Francisco en Asís.
El 16 de junio de 1228, apenas
dos años después, fue canonizado por el papa Gregorio IX, que colocó la primera
piedra de la iglesia de Asís dedicada al santo.
La muerte de San Francisco. Giotto. Basílica Superior
de Asís. (CC BY 3.0)
Muerte de San Francisco, junto a sus hermanos y Fray Jacoba
Tras la muerte de Francisco, Jacoba regresó a Roma y se
dedicó a las obras de caridad y piedad, ayudó a los frailes a obtener en 1229, por voluntad del Papa Gregorio IX
(Bolla Cum deceat vos), la propiedad del Hospital de San Biagio,
transformándolo, después de la canonización de Francisco, en la residencia
romana de los franciscanos.
“Fra Jacoba”, habiendo hecho su testamento, se retiró como
terciaria franciscana a Asís, donde murió quizás en 1239. Fue enterrada en
la cripta de la Basílica de San Francisco frente a la tumba del Santo y sus
compañeros. Sobre la urna se puede leer el epígrafe “Fr. Jacoba de Septemsoli”
y debajo de la urna “Hic requiescit Jacopa sancta nobilisque romana” (Aquí
descansa Jacoba, santa y noble romana).
Museo del Prado
Museo de Bellas Artes de Sevilla
San Francisco
de Asís. Francisco Pacheco. 1605-1610. Óleo sobre tabla. 109 x 37 cm. Procede
del Convento de Monjas de Pasión de Sevilla, tras la desamortización de 1869.
Museo de Bellas Artes de Sevilla. Sala III. (ver)
Capilla del Dulce Nombre de Vera Cruz (ver)
Retablo de San Francisco de Asís. Del siglo
XVIII y estilo neoclásico presidido por una talla moderna del santo, a
tamaño natural, con la reliquia a sus pies.
Retablo de san Francisco de Asís
Imagen de san Francisco de Asís
Detalle del rostro
Detalle de la reliquia
Iglesia de santa Rosalía (ver)
Altar Mayor
San Francisco de Asís
Iglesia de san Antonio
de Padua (ver)
Retablo Mayor
San Francisco de Asís
Iglesia de san Clemente (ver)
Retablo de la Virgen de los Reyes
San Francisco de Asís
Capilla de Nuestra Señora de los
Ángeles. Los Negritos (ver).
“La Visión de la Porciúncula de san Francisco de Asís” de Juan Ruiz Soriano, del siglo XVIII.
Capilla de la Divina Pastora de las Almas y Santa Marina (ver)
En la nave lateral de la capilla
Portada del Convento
Detalle de san Francisco de Asís
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